Hay una cosa que me gusta especialmente de Raúl Góñez: cada vez que llegas a su restaurante –y aunque nos conocemos hace poco han sido ya unas cuantas- lo primero que te dice, casi antes de saludarte, es “ ¿Sabes? Estiven pensando que podíamos…” y a continuación llega siempre alguna propuesta de esas que se mueven en el filo de lo arriesgado y que hacen que pasarse a hacer una visita valga siempre la pena.
A Raúl lo conocí en un concurso de tapas, tratando de llevar las playas de su pueblo al plato: longueiróns (parecidos a las navajas, pero no iguales, de carne mucho más sutil) de la playa de Langosteira, en Fisterra, aroma de pino, unas algas… incluso estuvo jugando con las hierbas de las dunas, buscando algo que encajase bien.
La segunda vez que nos vimos me había pedido si le enseñaba algo sobre algas. Pero no quería conocimientos teóricos: quería tirarse al mar. Así la siguiente escena de esta historia tiene lugar al pie de uno de los faros de la Costa da Morte, que no es conocida precisamente por la temperatura agradable de sus aguas, para bucear –sin neopreno, por supuesto. Estas cosas salen en la conversación y hay que hacerlas en caliente, sin dejar que la logística las arruine- entre bosques de kombu, ver el Ramallo de mar en su hábitat y tratar de localizar algún campo de wakame.
No es que sea un especialista en algas, pero me gusta bucear y me gusta la cocina. Y mi forma de ver las cosas encaja con la de este cocinero, así que allí estábamos, después de haber charlado como mucho unos media hora desde que nos conocimos, lanzándonos al agua en el Cabo Cee. Y una vez que vio las primeras ramas de kombu movidas por la corriente no fue nada fácil convencerlo para volver a las rocas. De regreso al restaurante, con las manos entumecidas aun por el frío, todavía paramos a los bordes del camino para recoger fiuncho (hinojo de campo), peras silvestres, menta y otras hierbas. Esa noche cenamos, con el restaurante cerrado para nosotros, un sunomono de algas y longueiróns, un revuelto de alga kombu y unas peras a la sartén con hierbas del Cabo.
Raul supera apenas los 25 años. En las dos temporadas que lleva al frente del restaurante, ha conseguido hacerse con una clientela incondicional. El producto es de primera, el servicio amable, él se mueve bien en la cocina. Sí, pero eso lo comparte con tantos otros locales, así que ¿Qué tiene su fórmula de especial? Yo diría que su curiosidad y su entusiasmo, que resultan muy contagiosos. Y ese efecto sorpresa, ese no tener claro qué va a sacarse de la manga en la próxima visita, aunque seguro que será algo interesante.
Corcubión tiene unos 1.800 habitantes. Está a 80 kilómetros de Santiago y a unos 100 de A Coruña. A Costa da Morte es, fuera de temporada, un universo aparte. Ni el mar ni el clima son los que la gente se encuentra en el verano, así que el flujo de visitantes se reduce un 95% a partir de septiembre y el ritmo se ralentiza. Y Raúl ha conseguido crear allí, en su Praia de Quenxe, algo muy parecido a la taberna de aquel pueblo –Cicely- de la serie Doctor en Alaska. Tengo que reconocer que a mi, en ocasiones, me recuerda a Adam, el cocinero que en la serie vivía aislado en los bosques pensando en nuevos ingredientes para sus platos.
La última vez que nos sentamos en una mesa de su terraza éramos una curiosa mezcla de argentinos, italianos, sudafricanos y españoles de diferentes sitios llegados cada uno por su cuenta hasta aquel extremo de la playa. Hasta aquel extremo del mundo. Cada uno había recalado en la Costa da Morte de una manera diferente y nosotros somos de una zona vecina, pero todos terminamos volviéndonos fieles a la terraza del Praia. Pablo, el argentino, preparaba riñones de ternera a la parrilla mientras Raúl me comentaba algo sobre las jornadas gastronómicas que quiere hacer este invierno, sobre salir al campo con la gente, recoger algas, hierbas de playa, setas, frutos silvestres, sobre un cliente japonés –un pintor, ya mayor, retirado en la zona- que le trae de vez en cuando productos con los que experimentar en la cocina.
Un comedor con vistas a la ría, un pequeño hotel con 8 habitaciones en el piso superior y muchas ganas de hacer cosas, siempre más cosas, siempre algo nuevo, hacen de Praia de Quenxe un lugar al que vale la pena acercarse con hambre pero, sobre todo, con curiosidad.
Fotos: Marcos Rodríguez y Jorge Guitián.
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