Vida de barrio, la otra Sevilla

Hay vida más allá de los locales de moda. Más allá de los centros históricos, de los mercados reconvertidos en una exposición de puestos y productos gourmet para un público con ganas de gastar dinero. Hay vida más allá de las recomendaciones de fin de semana del diario, de las novedades de este mes y de las tiendas gourmet. Esa es la buena noticia.

 La mala será, seguramente, que es una vida que hay que buscar porque no hay guías. Es una versión gastronómica de las ciudad que no sale en la Michelin ni en la Repsol, que nunca verás en redes sociales acompañada de la palabra foodie y que, sin embargo, está ahí. Y no sólo es el día a día gastronómico de una mayoría de los españoles (a veces está bien bajarse de la nube de estrenos, notas de prensa y locales trendy) sino que encierra sorpresas capaces de alegrarle el día a cualquiera con una mínima sensibilidad hacia la cocina. Sólo pide el esfuerzo de rebuscar, de curiosear, de practicar el ensayo-error.

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Conozco Sevilla razonablemente bien. Viví allí casi tres años, así que tengo buenos amigos que me recomiendan las últimas novedades. Conozco el ambiente de tapeo del centro y lo disfruto como el que más, como sus mercados y algunos de los locales que hay en los barrios a los que uno suele acercarse: Los Remedios, Nervión, Triana, Los Bermejales o incluso Sevilla Este. Pero me faltaba otra visión de la ciudad.

Desde que ya no vivo allí me alojo, cuando bajo al sur, en una casa en un barrio residencial, normal, sin nada especialmente atractivo que ejerza como reclamo para visitantes. Un barrio de esos de vecinos trabajadores y comercio de barrio, de sitios en los que parar a tomar el café todos los días de camino al trabajo. Uno de esos, seguramente parecidos a Vallecas en Madrid, a L’Hospitalet en Barcelona a los que los visitantes no llegan y en los que no hay grandes avenidas comerciales. Pensé, de entrada, que no habría demasiado que ver allí en términos de gastronomía. Pero tras cerca de una decena de visitas he descubierto que esta Sevilla Norte, la que se extiende más allá del barrio de la Macarena hacia Miraflores, Pio XII o Pino Montano es todo un filón a poco que se arañe su superficie.

Lo primero que me cautivó fue el pequeño mercado de Villegas. Pocos puestos pero llenos de producto y de una clientela local que no está dispuesta a renunciar a la calidad pero que tampoco quiere tonterías con el precio. Lo mismo te venden un hueso rancio para el puchero que te anuncian una costurera especializada en túnicas de nazareno. Al fondo, a la izquierda, había un pequeño local. El dueño, de Cádiz, había montado allí una bodeguita con sus botas de fino, de manzanilla en rama, de oloroso y de amontillado. La calidad era más que correcta. Los precios, casi la mitad que en el centro. Lamentablemente, en la última visita vi que había cerrado.

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Tras la esquina un pequeño bar sirve especialidades colombianas a precios que parecen de hace dos décadas. Junto a él hay uno de esos bares de barrio, sin especial encanto, con cuatro mesas cromadas en la acera. Pero su generosísima ración de melva con tomate y una caña salen por menos de 3,50€ y son un pretexto más que suficiente para hacer una parada.

En la esquina siguiente, el Bar La Gloria anuncia tapas caseras. Lo que no dicen, aunque lo descubres en cuanto buceas un poco en las pizarras que cuelgan de las columnas del soportal, es que ninguna llega a los dos euros y medio: sardinas asadas, menudo (la versión local de los callos), migas, ancas de rana, en alguna ocasión vi anunciadas cañaillas… Y las tostadas del desayuno tampoco están nada mal. Algo más allá hay una tienda pequeñita que vende aceitunas y aceites de Jaén. En la calle, al pasar, un hombre ofrece espárragos silvestres y caracoles.

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No hay que dar ni diez pasos para encontrar la carnicería del barrio, especializada en arreglos para el puchero y en carne de toro. El recorrido sigue por An Ca Angelita, por el Miarma o por el Bar Pino hasta el cruce de Pío XII con Miraflores, donde está uno de los locales de El Rey de la Cerveza, toda una institución sevillana en la que la cosa va de cervezas heladas estupendamente tiradas y, si acaso, un platito de gambas. Al dar la esquina, un local ofrece tapas de cocina mexicana y, con sólo cruzar la calle, hay una de esas freidurías en las que pides tu cartuchito en el mostrador y te vas a tomarlo a la terraza del bar que hay al lado.

Es aquí, en la avenida de Miraflores, donde está uno de mis locales de cabecera desde que frecuento el barrio. Se trata de Casa Paco, uno de esos bares en esquina, de toda la vida, de clientela fiel y barra de zinc. No es el más bonito ni el mejor situado, pero tiene varias docenas de tapas tradicionales sevillanas a precios muy contenidos. Y una manzanilla en rama que, por 1,60, cumple más que de sobra su función.

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Solemos quedarnos en el barril que hay junto a la entrada e ir curioseando en la oferta. Se tarda un buen rato en dar un vistazo a todas las pizarras que hay junto a las puertas y sobre el mostrador: montadito de melva con pimiento, de chicharrón de Cádiz, de gamba con alioli, flamenquines, menudo, gambas, langostinos, aliños de varios tipos. Y por si con eso no hubiera suficiente siempre hay un guiso del día. Puede ser una berza gitana, un potaje de garbanzos o, como la última vez, una carrillera estofada. Cocina de siempre, honesta, sencilla, bien resuelta. Servicio rápido y atento y, sobre todo, la seguridad de que gastando uno 8-10€ por persona como mucho puedes hacer un recorrido largo y sabroso por clásicos andaluces más que interesantes.

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Son los pequeños tesoros de la vida de barrio, de la gastronomía de diario, de la que nunca estará de moda pero que siempre estará ahí; esa que nos devuelve los pies a la tierra y nos demuestra que detrás de todo el show gastronómico sigue habiendo mucho de lo que disfrutar. Que no nos falte.

 


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