Tengo la sensación –aunque sé que no será muy popular decirlo- de que en España vivimos, gastronómicamente hablando, un poco de espaldas los unos a los otros. Es cierto que todos manejamos dos o tres tópicos culinarios sobre los demás, sabemos que si hablamos de Andalucía hay que hablar de jamón, gazpacho, pescaíto frito o que si hablamos de Cataluña saldrán la escudella, los calçots y la butifarra. Pero salvo que seas de un sitio, seguramente no sabrás ir más allá de cuatro o cinco platos clásicos, como si en toda esa zona se comiese igual. Como si no hubiera nada más. Y en algunas partes del país no llegaremos ni a eso ¿Sabrías decirme cuatro recetas de Teruel, de La Rioja o de Badajoz? (si eres de esa zona o tienes familia allí no cuentas y lo sabes).
Creo que es lo que pasa con la cocina manchega, una de las grandes desconocidas. La mayoría hemos oído hablar de pistos y atascaburras, aunque igual ya no los sabemos colocar en el mapa. Puede que tengamos en mente los gazpachos, aunque si ya les ponemos adjetivos, como a los gazpachos arrastraos, la cosa se complica. Pero si hablamos ya de gachas de harina de titos, de tortas cenceñas, de ajo mataero, ajopringue, alajú o duelos y quebrantos estoy seguro que una buena parte de los que me lean se quedarán como si no hubieran leído nada.
Por eso tenía muchas ganas de parar en La Mancha y de irme a un local tradicional. No siempre es fácil, viniendo de fuera, dar con el lugar correcto. Mucha gente tiende a recomendarte sitios más actuales, locales que ponen al día la tradición local. Y están muy bien, pero para una primera visita creo que hay que irse a las bases, a lo esencial, a esas recetas que más adelante te permitan valorar las innovaciones. Así que preguntamos. Y el nombre que se repetía en Albacete, donde íbamos a parar, era Nuestro Bar. Parecía claro que había que parar allí.
Nuestro Bar no está en pleno centro de la ciudad. Se encuentra en una rotonda, en el arranque de la carretera de Valencia, a unos 20 minutos andando desde la Plaza del Altozano. Imagino que cuando se inauguró, allá por 1967, esto estaba algo más allá de la periferia de la ciudad. Al menos esa es la sensación que da el edificio, que tiene todo el aspecto de una venta de carretera aunque hoy esté rodeado por torres de apartamentos.
La cocina que hacen hoy sigue siendo, básicamente, la misma que proponían cuando abrieron sus puertas hace casi medio siglo: tradición manchega pura y dura, platos del recetario local de Albacete sin actualizaciones, tal como siempre han sido preparados. Era justo lo que buscábamos. Al entrar te encuentras de lleno en el ambiente de una taberna manchega de otro tiempo. No supe si creerme su autenticidad o verlo como un decorado, aunque la comida posterior me hizo pensar más bien en lo primero.
Ya en el acceso al comedor, te recibe un camarero con una cuervera, un recipiente tradicional, parecido a un dornillo de cerámica, en el que se elabora la cuerva, una versión local de la sangría que te ofrecen como cortesía mientras le das un vistazo a la carta. No había duda, habíamos ido a lo que habíamos ido, así que con la ayuda del camarero y con las ideas que traíamos de casa nos diseñamos un menú que nos permitiese recorrer los imprescindibles de la cocina manchega en una comida.
Empezamos compartiendo un ajo mataero, una bomba calórica tan sabrosa como contudente. Se trata de una crema espesa elaborada a base de hígado y pan fritos en grasa de panceta que se decora con torreznos de panceta y piñones. Sorprendentemente, en boca no resulta tan apabullante como parece. La canela, el clavo y la pimienta le dan un toque aromático que puede recordar a algunos tipos de morcilla. Una sabrosa introducción a una cocina humilde, adaptada al frío y a los trabajos físicos exigentes.
Seguimos con el clásico atascaburras, una crema de la familia de las brandadas que se elabora a base de patata y bacalao y que puede decorarse, como en este caso, con huevos cocidos y nueces. Y después llegaron los gazpachos, uno de esos platos que se convierten en icono de una gastronomía. La de los gazpachos manchegos (que no pueden confundirse con el gazpacho andaluz) es una familia con muchas variantes: gazpachos serranos, gazpachos de pastor, gazpachos arrastraos… En esta zona lo habitual es elaborar unos gazpachos con carnes de aves o caza y servirlos sobre una torta (la misma que se usa para ligar el guiso) llamada torta cenceña. Esa es la versión que nos llegó a la mesa, sabrosa y contundente para continuar con la tónica del menú.
Para los postres nos propusieron un surtido de postres locales. El lado bueno es que eso nos permitió probar el pan de calatrava, las hojuelas, el arrope o los panecicos de Hellín pero, en cualquier caso, personalmente creo que esa práctica tan habitual de servir un plato al centro, con todo ya troceado y acompañado de nata montada, a veces guindas y siropes no es la mejor manera de dar a conocer una elaboración.
En cualquier caso, puedo decir que la comida se ciñó a lo que esperábamos. Tradición sin complicaciones superfluas, platos sencillos, de siempre, bien elaborados, trato amable y precios ajustados. Una opción más que interesante para una primera inmersión en la cocina manchega.
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