Se ha convertido en un lugar común denostar la presencia de los teléfonos móviles en los restaurantes. Decir que internet nos roba la posibilidad de vivir el presente, que el mundo real no es el mundo digital, que el FOMO (acrónimo inglés de Fear Of Missing Out o Miedo A Perderse Algo) nos roba la posibilidad de meternos en el presente. Menuda gilipollez.
A veces me toca viajar sola. Un viaje de prensa, unas vacaciones en las que no coincido con nadie, o unas horas en una ciudad desconocida, e inevitablemente los monumentos, las calles, el paisaje, se convierte en párrafos entre bar y bar. Tengo la suerte de contar con buenos y viajados amigos que parecen tener recomendaciones para todo el universo conocido, y la ruta queda casi siempre mediatizada por su percepción. No es sólo que sepa que, si voy por ejemplo a San Sebastián, debo probar el foie en la Cuchara de San Telmo o si voy a estar en el Puerto de Santa María no debo perderme la pavía de merluza de Paco Ceballo, o que si pongo los pies en París los falafeles que tengo que asaltar son los de Chez Marianne. Es que, de algún modo, visitar estas ciudades siguiendo sus pasos me hace visitarlas en compañía. ¿Que tener una cámara en cada teléfono puede que haya contribuido al gastropostureo? Muy posiblemente. Pero hacerle fotos a los platos, como escribir sobre ellos, sobre los que los rodea, como intentar compartirlos whatsapp a whatsapp es casi volverlos a comer. Internet es un almacén para la memoria sentimental que se aloja en el estómago.
También luce mucho hablar mal del turismo, de las ansias por fotografiarlo todo, de la (no) experiencia de coleccionar experiencias. Pero a quién viaja solo habitualmente -y, tanto por ocio como por trabajo ésa suele ser mi experiencia- comer en soledad puede resultarle apasionante o terrible. Hubo una época en la que me sumergía en un libro, o, peor, intentaba mezclarme con los locales. Ya no. No son horas perdidas las que se pasan escuchando conversaciones a traición en los cafés. Si visito una bodega, pruebo los vinos imaginando cómo los vivirían Mis Amigos Que Saben. Si paso por un establecimiento en el que estuve con alguno de ellos, la comida me provoca una nostalgia buena. Y si estoy sola en casa cocinando, pongo en práctica todo lo que en algún momento leí, escuché o viví. Parafraseando a Quevedo, a leer un libro de cocina de otros tiempos “escucho con mis ojos a los muertos”.
La cultura abstracta se convierte en cocido tangible. La receta de un blog se convierte en tu túper del mediodía. Te llega un pastel de alguien con quien sólo has hablado por Twitter, o de repente te formas una pandilla como la que tenías a los quince años con la que dejar de comer solo, aunque estén a muchos kilómetros. Porque comer es natural, pero alimentarse es social. Y querer compartirlo con los demás, aunque sea de pensamiento, es inevitable.
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