Hay mercados donde todo es tan bonito que una se siente fuera de lugar al pasear entre sus puestos. Mercados donde la fruta tiene algo de irreal, como la manzana de Blancanieves, donde el pescado parece que acaba de salir de un bodegón y donde se diría que los quesos y embutidos forman parte del decorado de una película francesa de época.
Hay mercados, como el de San Antón, en el madrileño barrio de Chueca, donde todo es tan perfecto que una nunca da la talla. ¿Quizá voy mal vestida? ¿Acaso mis pelos están poco poco domados para la ocasión? ¿Se me ha corrido el “rimmel”? No lo sé.
De lo que sí estoy segura es de que no soy tan perfecta como los maravillosos tomates que me miran desde sus cajas (aquí hasta los “feos de Tudela” son bonitos). Parezco más muerta que esos pedazos de carne por los que me podría hacer caníbal y mi piel es mil veces más apagada que la de esos fabulosos boquerones que, como agujas de plata, me miran a su paso. “¡Ay amigos! ¡Que ya hemos inventado el sushi!”, pienso envidiosa.
El Mercado de San Antón es un gigantesco escaparate de bresaola, bacalao, merluza y huevos de emú, un “show room” en el que los turistas, mayoritariamente extranjeros, se mezclan con los autóctonos que se ven y se dejan ver en las dos últimas plantas del mercado, donde degustan exquisiteces japonesas, griegas o canarias. Donde dejan sus compras a buen recaudo, para que se las preparen los cocineros de La Cocina de San Antón. O donde toman la copa más chic, al aire libre.
Me voy. Y, sin duda, volveré. Como siempre, con la silenciosa y ególatra esperanza de que algún día pueda mirar a las sardinas, a las lentejas, a los repollos, a las piezas de buey o a las hamburguesas por encima del hombro. No sé si lo conseguiré.
Photo: Mercado de San Antón
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