Sin Noticias de Gurb: Salchichones, chistorras y otras estalactitas
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Por Luis Arribas
El genio incontrolable de Eduardo Mendoza salpica las camisas de cientos de miles de descuidados lectores. No es raro el cucharazo sobre esa salsa que tan mal sale de los tejidos de nuestra ropa de diario. Y es que Mendoza nos ha llenado las comidas y las sobremesas de momentos hilarantes. Que se lo digan a menda. Experto en quitamanchas.
Sus personajes han caído de morros sobre lo más granado de su Barcelona. Qué les voy a contar. Amén de suya, de él, décadas barceloneando me contemplan, de las cien tortillas disponibles a la espalda de la vía Laietana a los modernos artificios del Ensanche, con sus blancos predominantes y sus públicos con barba. Cuya existencia, de manera más que probable, rechazase de plano el autor en el 1990 preolímpico y en plena transformación.
Porque en ‘Sin Noticias de Gurb’ quedan seriegrafiados los no-lugares de la sociología oculta de la ciudad mediterránea. Sobre todos ellos, un tascorro al que adscribe el personaje sus días, en pos de una total integración. El bar de la señora Mercedes y el señor Joaquín podría estar colocado en cualquier esquinazo de una de esas imponentes cuestas que arrancan desde el mar, poco a poco, y terminan sacando los hígados al paseante. Ay, las barriadas.
La barra sobre la que —imbuido de espíritu parroquiano— aporrea un cenicero. La maquinaria del café que funde, enchufada a los orificios de su nariz, por los que sale energía casi atómica. La plancha. La tortilla de doce huevos en el techo. Y los clientes, impasibles.
No digan que no es una radiografía digna de cómo enfrentarse a la descripción de un bar. Sobre todo a esos que se resisten a abandonar nuestras calles. Mendoza apenas tiene que colocar a los ojos del alienígena ese tempietto barroco de la grasa: “. Salchichones, longanizas, chistorras y otras estalactitas riegan de grasa a la parroquia”. Aún así, no me digan que Mendoza no alcanza la perfección. La impasividad de los dueños del bar ante la visita de un alien que adopta la apariencia del Santo Padre. El marciano que se gana su confianza hasta traspasar esa frontera. Ahora cambien la filiación regional de los personajes.
Ahí lo tienen.
Templos resistentes, remozados, actualizados a los carteles sacados por impresora. A los rótulos conjuntivíticos producidos en masa para supermercados pakistaníes, snacks cantoneses o las cadenas de franquicias de cerveza. Esas que tan poco cuidan algunos detalles. Ya fuera en los noventa de Barcelona, en los setenta de Madrid —cielos— o en la actualidad más presente. Baje a la calle un momento y abra los ojos.
Si no fuera por la exageración literaria de Mendoza, podríamos recorrer mentalmente esos puentes tendidos entre la realidad y la ficción. Como sospechar de un alienígena metido a camarero que se confunde al echar matarratas (sic., ‘cucal’) al café en lugar de azúcar. Es lo mismo que hemos sospechado en algunos de nuestros desayunos. La prisa a ambos lados de la barra en un tascucio y la falta de fuste y formación de algunos de quienes nos han servido en un establecimiento hostelero.
Recordemos que pertenecemos a dos generaciones atrapadas en el serrín del suelo de nuestras tascas. Hemos intentado explicar a nuestros coetáneos europeos que las cáscaras y las servilletas, a nosotros, no nos infieren asco sino curiosidad.
El colofón, ese postre de flan elaborado en un perolo de las dimensiones de un barreño, es que el siguiente párrafo no nos da arcadas sino que resulta hilarante. Quién, y no otro, como Eduardo Mendoza para escribir: “El parroquiano cantaor abre tanto la boca para expresar su penita, que se le cae la dentadura postiza en la fuente de las albóndigas. Cuando mete la mano para recuperarla, el camarero le golpea la cabeza con un queso de bola y le dice que ya está bien, que en lo que va de semana ya se lleva comidas ocho albóndigas con el truco de la dentadura”
Un país para comérselo, definieron hace unos años los ideólogos de una serie de televisión.
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