El mundo del vino se presta especialmente para dos cosas –además de para el disfrute de la bebida, se entiende: el turismo especializado y las historias más o menos rebuscadas que aúnan familias, empresas, propiedades impresionantes e intereses comerciales en un cóctel que tiene su punto atractivo, casi de novela, en la mayoría de los casos.
Eso es lo que ocurre alrededor de Quinta do Carmo, una preciosa propiedad barroca a la afueras de Estremoz. La quinta pertenecía a la familia de Julio Bastos, uno de los elaboradores de vinos más conocidos de Portugal, hasta que éste, en los años 90 del pasado siglo, vendió parte de la propiedad a Domaines Barons de Rothschild, que modernizó la producción, construyó una nueva bodega base, se quedó con buena parte de las tierras… y con el nombre Quinta do Carmo.
Años después Bastos, ya completamente desligado de la nueva Quinta do Carmo retomó la producción en su bodega original, a la que todo el entramado debía el nombre, aunque imposibilitado legalmente para seguir utilizando esa denominación. La Quinta do Carmo podía seguir produciendo vinos, pero ya nunca lo haría bajo su nombre original. La historia tiene un punto a lo Falcon Crest, como tantas otras en este mundillo del vino, que hace que cuando llegas allí te encuentras entre el gran edificio de la bodega y, al otro lado de la explanada, la imponente vivienda –un auténtico palacete de mármol de la zona- con su capilla anexa todo tenga un tinte casi novelesco.
En cualquier caso, y volviendo a lo que realmente importa, Julio Bastos rehizo la bodega desde abajo, creó la marca Dona María y, siendo como es uno de los hombre más respetados del mundo del vino en la Península, consiguió situarla en pocos años donde se merece. Esa es, básicamente, la historia de los vinos de Dona María.
La luz de Estremoz es de un blanco que casi quema. La piedra local, el mármol, y las enormes llanuras ayudan a que la sensación resulte casi cegadora cuando te bajas del coche. Los muros de enormes sillares blancos, el suelo color albero, todo hace que tengas la sensación de estar en un lugar especial, bañado por una luz especial. Aquí la producción del vino, esa necesidad de luz y calor, encajan como un guante.
Al entrar en el edificio de la bodega tardas unos segundos en ver algo. El paso de la luz cegadora exterior a estar dentro de esos muros de piedra es todo un shock para los ojos. Aquí mandan la penumbra y el silencio. La visita empieza por la zona en donde enormes cubas recibían la uva según llegaba a la bodega. Se trata de inmensos depósitos cerrados por lajas enormes de mármol de una sola pieza. No sé si habrá alguna otra bodega en el mundo que pueda presumir de algo parecido pero yo, al menos, no conozco ninguna.
Al fondo está la sala de barricas, de dimensiones reducidas. No estamos en una de esas bodegas que mueven millones de litros. Aquí se trabaja a otra escala. Y la sensación es de que también a otro ritmo. Todo, aquí, envuelto en el sol y la piedra blanca, parece ir despacio y en silencio.
El resultado son unos vinos realmente interesantes: los Dona María tienen un perfil más clásico, basado en variedades locales de uva como la Arinto o la Viosinho. Los Amantis, tanto blancos como tintos, son los reserva de la bodega y, al mismo tiempo, vinos con un perfil más moderno. El Amantis blanco es un vino de uvas Viogner envejecido en barricas de roble francés, mientras que el Amantis Tinto es un coupage de Syrah, Petit Verdot, Cabernet Sauvingnon y Touriga Nacional que se envejece en barricas de roble. El 70% lo hace en barricas de roble frances y el 30% en roble americano. La mezcla de los matices aromáticos de cada una de estas maderas acaba de redondear este peculiar vino.
Hay mucho más: un monovarietal de Touriga Nacional y otro de Petit Verdot, un rosado, un Viognier o el Julio B. bastos, a partir de uvas de viñas viejas de Alicante Bouschet. Más que de sobra como para empezar aquí un recorrido por los vinos alentejanos, esos grandes desconocidos que están ahí, a un paso de la frontera, y que bien merecen que les prestemos más atención.
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