¿Qué comida boicoteamos hoy, la española o la catalana?

El poder de la gente

Hay gente que boicotea las comidas y bebidas catalanas a raíz de la consulta de ayer en Cataluña… y viceversa. ¿Quién tiene razón? NINGUNO. Las comida’s no tienen color (político, religioso o futobolístico), desde siempre la mesa ha sido lugar de unión, y no motivo de discordias.

Tras la manifestación de las últimas Diadas, y la eclosión de la polémica consulta de ayer, reverdecen los boicots a los productos catalanes, como ya ocurriera en 2005 y 2013, con caídas superiores a los 2.000 millones en las ventas de cava catalán en el Estado, según cálculos del Centro de Predicción Económica (Ceprede) de la Universidad Autónoma de Madrid. Listas alternativas difundidas en Facebook, blogs, aplicaciones móviles o artículos en prensa llaman al boicot a empresas y productos alimenticios catalanes. Y mientras gritan esas cosas, no comen.

que comida boicoteamos

Vermú con olivas

Los empresarios de la alimentación catalanes prevén pérdidas estas Navidades que podrían duplicar las de boicots anteriores, y en algunos sectores, como el del cava, aún no recuperado del primer boicot de 2005, el fuet, o marcas como Vichy Catalán el efecto se espera muy superior al resto por lo reconocible de su origen. Algunos de los que boicotean olvidan, por ejemplo, que el presidente de una de las primeras marcas de cava catalán es promotor de la Marca España. Da igual, leña al mono, que es de goma.

La respuesta de algunos grupos nacionalistas catalanes no es mucho mejor, instando en algunos casos, como el de Catalunya Acció, al boicot a los productos del resto del Estado. No es un fenómeno aislado el de los boicots, y marcas como la Coca Cola lo sufren en España, por los EREs, y en el resto del mundo, por su presencia en Israel tras la reciente guerra en Oriente Medio.

Es un ejemplo extremo de un binomio, el de comida y política, tan peligroso como absurdo, que sin embargo existe desde que el mundo es mundo. La mortadela, por ejemplo, fue el primer producto con denominación de origen, en plena Edad Media, y su expansión refleja, según John Dickie en su libro “¡Delizia! La aventura de la comida italiana” (Debate), la capacidad de las ciudades italianas para el comercio que dio lugar al Renacimiento, época que alumbró El Príncipe de Maquiavelo, verdadero vademécum de la política. Es decir, se empieza a hacer política ideológica con la democratización del comer que traen los nuevos burgueses (la nueva “clase media”) gracias al comercio. Comercio y Comida, que comparten el prefijo “con” (junto), para acordarnos que siempre se deben hacer junto con alguien. Como (debería ser) la política.

Qué comida boicoteamos

Jamón de andalucía

Dickie se fija también en que la comida italiana no es una comida de campesinos, sino que está creada por las clases medias, y en que los orígenes de la Mafia siciliana están en el control sobre los campos de limoneros en los alrededores de Palermo. No hay que olvidar, como se señala en La mafia se sienta a la mesa (Fábula), que la zona de producción de mozzarella en el norte de Campania ha estado en manos de la Camorra durante 150 años. El argumento de que el sur siembra y el norte se industrializa a su costa (presente en todo el mundo, en su conjunto, y en cada una de las naciones del mundo) sitúa a la comida en medio del embrollo social: los pobres del sur defienden y reivindican la comida natural, más cercana a los productores (del sur); los ricos del norte la multiplican industrialmente.

¿Qué pasa, que la comida saludable es un bien de lujo “de derechas”, o un bien de justicia social (“de izquierdas”)?. Vaya parida. Katherine Martinko escribió en Treehugger que los vegetales no son elitistas en alusión a que nuestra comida trasciende su valor nutricional y es, hoy en día, para mal o para bien, el reflejo de un sistema económico y político. Martinko respondió con este artículo al de Kyle Smith The Greatest Food in Human History, una verdadera apología de la comida rápida americana. La más democrática, sí, pero también la que es, hoy por hoy, usada para medir y comparar el nivel de vida de los pueblos a partir de la evolución del precio del Big Mac en los distintos países. El Big Mac Index, inventado por la revista The Economist en 1986, se ha convertido, pues, en un indicador económico más fiable que la inflación o el PIB.

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El poder de la gente

Cuenta Smith las bondades de la hamburguesa de McDonalds (“tiene 390 calorías, se encuentra en 14.000 establecimientos en todo el país y cuesta 1 dólar”), virtudes que los pobres norteamericanos “nunca soñarían conseguir con vegetales”. La polémica, iniciada por la discusión subsiguiente entre Smith y Martinko, se ha extendido salpicando al movimiento vegetariano versus los omnívoros, al más reciente del slow-food, organización presente en 150 países surgida ante la emergencia del fast-food o comida rápida y que aboga por disfrutar lentamente de la vida y la comida, así como por el compromiso con la comunidad y el medio ambiente.

La comida ecológica (con el hito de la creación por la Primera Dama de Estados Unidos de un jardín orgánico en el ala sur de la Casa Blanca, con la ayuda de estudiantes de primaria y con el objetivo de que entiendan así la importancia de una alimentación sana) y el uso de los llamados transgénicos (alimentos adulterados genéticamente) también se han incorporado a la pelea ideológico-gastronómica, siendo no pocas ocasiones bandera reivindicativa de la izquierda. La última de ellas, el programa de la formación Podemos, que aboga por convertir a la UE en territorio libre de transgénicos.

La política, pues, sazona la comida tanto por su origen, como por su tratamiento, como por su función, como por el acceso de las clases sociales (y aún de los pueblos) a ella, y desemboca en absurdos prejuicios, polémicas y boicots varios que desoyen el sabio consejo de nuestros abuelos: en la mesa no se habla de política.


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