No es ningún secreto que los vinos son como seres vivos que evolucionan en la botella y en la copa. Que son fruto de un enorme trabajo donde decenas de personas se ocupan de cada detalle. A menudo oímos hablar de grandes bodegas, de marcas consolidadas, de viñas únicas, de famosos enólogos y nos olvidamos de quienes dan a cada gota de vino su seña de identidad.
En Comida’s Magazine hemos visitado una de las bodegas con más prestigio de La Rioja, Azpilicueta, y nos hemos fijado precisamente en quienes nunca aparecen en los medios ni en las campañas de marketing, pero cuya historia merece ser contada, los viticultores.
El trabajo en la sombra
Estuvimos charlando un rato, pero por más que insistí no quiso echarse una foto conmigo (y lo de posar entre viñedos para hacer una foto bonita ya ni lo intenté). Está acostumbrado a trabajar en la sombra y no a los periodistas ni a llevarse el mérito, aunque lo tiene.
“Yo creo que tenemos tanto protagonismo como los enólogos, porque cuando salen los racimos en las cepas no son de los enólogos, son nuestras. Las traemos (a la bodega) y el vino lo hacen de nuestras uvas que las hemos criado desde siempre”. A sus 68 años Juan Fermín lleva más de medio siglo entre viñas. “No sé hacer otra cosa, porque es para lo que he vivido”.
A diferencia de los temporeros que sólo trabajan en tiempo de vendimia, Juan es viticultor y tiene su propio terreno cultivado con el sudor de su frente, cuida de su finca durante todo el año y es dueño de sus uvas, pero no del vino que después saldrá de ellas.
Los viñedos propios que tiene Azpilicueta (una de las bodegas más grandes de nuestro país) no son – ni por asomo – suficientes. Por ello trabajan con unos mil viticultores como Juan, que tienen pequeñas parcelas heredadas de padres, abuelos y bisabuelos y que suponen sus principales ingresos.
El tamaño medio que tienen estas tierras es de una media hectárea por viticultor, y cada uno produce como máximo 6500 kilos por hectárea en uvas tintas y 9000 en las blancas. Esta campaña el precio estará entre los 85 y 95 céntimos el kilo de uva. Así que – calculadora en mano – está claro que cada uno tiene su propia historia y sus peculiaridades. Como ejemplo, con una hectárea de uvas tintas, las ganancias rondarían los 6000 euros.
“Me da para vivir por todo el esfuerzo que pongo en ello”, reconoce Juan, que tiene varias hectáreas de producción. Aunque para algunos ‘agricultores del vino’ las parcelas son tan pequeñas que esos ingresos no les bastan y se tienen que buscar la vida de otra forma. El esfuerzo de un año, supone solo un “extra”.
Tiempo de exámenes…
Cada temporada el viticultor sufre una especie de “examen”. Los enólogos y jefes de la bodega son quienes deciden cuándo vendimiar. Visitan a menudo su parcela para controlar la uva y eligen las que irán destinadas a un determinado vino y– a la hora de pagar – premian a quienes lo hacen mejor.
“Sabemos que no todos cobramos lo mismo por las uvas, pero es como un secreto bien guardado. Lo que haces es mirar al de al lado para intentar siempre hacerlo mejor”. Al principio – reconocen – hay desconfianza: ¿por qué van a venir los de la bodega a inspeccionar?, piensan muchos. Al final, son los propios viticultores los que les llaman para pedir consejo. Trabajan para una sola bodega… al fin y al cabo son sus jefes, sin serlo.
… y tiempo de vendimia
Cuando reciben la orden, Juan y su familia se ponen manos a la obra. El reloj se para: comienza la vendimia. “Es tiempo de nervios, de mucho trabajo, te levantas muy temprano y aprovechas todo lo que el tiempo te deje”. El trabajo de todo un año se concentra en días en los que no se vive para otra cosa. La época de vendimia es “de las peores que hay”. Y lo dice por los nervios, por los viajes, los tractores para arriba y para abajo y por la gran duda de si saldrá bien o saldrá mal, mirando siempre de reojo al cielo para que una lluvia de 5 minutos no arruine todo.
Desde las 6 de la mañana no hay descanso. Estas semanas en La Rioja son frenéticas y también en casa de Juan. Sus hijos, algún vecino e incluso algún primo lejano vienen a echar una mano cuando hay hace falta. “Aunque hasta el último minuto no sabes qué va a ser de tu día, si a primera hora hay rocío en la viña hay que esperar un rato, porque no es bueno recoger la uva con agua”.
El único momento sagrado del día es la comida, cuando todos van a casa. El puchero, ya preparado de la noche anterior para no demorarse demasiado y el vino siempre presente en la mesa: “un vino de un buen amigo de la parcela de al lado, fue el que tomé ayer. Me gusta ir probando todos los de la zona aunque no sea el que se ha hecho con mis uvas. Mientras sea bueno”.
Con cuidado, recogen cada racimo y lo cargan en el camión para llevarlo a la bodega. Los lanzan por un gran túnel. Los nervios se van disipando. Y adiós.
Juan pierde su rastro. “Cuando vendemos la uva ya no es nuestra… y a empezar otro año. Sabemos que tiene que ser así”, dice con un poco de resignación. Pero ya no habrá otro año para Juan porque su jubilación está a la vuelta de la esquina. “Llevo en la viña casi desde que eché los dientes y seguiría otros 50 años más”. Esta campaña – un tanto agridulce por la inevitable despedida – acabará con el mismo ritual de cada año. Comprar algunas de las mejores botellas de la bodega, las que se han hecho con sus uvas. Y cada sorbo, lo sienten como suyo. Verdaderamente, así es.
David contra Goliat
Leyendo todo eso, la relación entre el viticultor con la bodega puede parecer casi como un “David contra Goliat”, pero en realidad hay años de trabajo conjunto y un trato más que directo, en parte, gracias a Mario Ezquerro, el jefe de cultivo de Azpilicueta. Él es también hombre de campo y el punto de encuentro entre los viticultores y la bodega. “Si al viticultor le haces partícipe se ve implicado y eso se nota”. “Son muchos y son diversos y eso da diversidad al vino”, nos dice.
“El viticulor tiene que estar convencido de su producto y tiene que ser consciente de que ahí donde está entregando la uva lo van a defender. Tiene que tener un punto de orgullo y eso hay que protegerlo”.
A este ingeniero agrónomo lo del vino también le viene de familia y su trabajo es otro peldaño en la larga escalera de producción. Junto a los enólogos y viticultores Mario estudia cada parcela y decide cuándo comenzar la vendimia. Una lotería… en la que se puede ganar o perder mucho.
“A veces las decisiones de los enólogos te cuesta entenderlas, en ese momento, sabes que son lógicas pero no te gustan. Por ejemplo, cuando te dicen que hay que quitar uva del viñedo (porque favorecerá el resultado)”. O cuando los enólogos catan las uvas, creen que no están listas y quieren esperar para empezar la vendimia mientras tú cruzas los dedos para que no llueva. “Al final es un trabajo conjunto en el que nadie puede faltar o todo se iría al traste”.
‘Es más fácil luchar por unos principios que vivir de acuerdo con ellos’ decía una frase que hace tiempo leí. Aquí los viticultores luchan por el vino final, aunque no sepan qué se hace por el camino… Pero cuando se despiden de su uva, es como el hijo que se va de casa… para no volver. Por cierto, el de Juan Fermín no se ha ido, y continuará la estela de las uvas de su padre.
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