A mi me proponen algo que implique monte y gastronomía y se me van los pies solos, vaya eso por delante. Por eso no me costó nada plantearme hacer casi dos horas de coche para visitar un proyecto que ya desde lejos me daba muy buenas sensaciones. Primero a Lugo, de allí a Sárria, después se busca la carretera de Samos, se continúa hasta Triacastela, se toma una desviación que va ascendiendo por el valle de un arroyo y, cuando esta se va estrechando, una pista de tierra que se interna entre los árboles. Al otro lado del bosque y tras atravesar la aldea abandonada viven Jordi y sus vacas cachenas.
La raza cachena es una de las variedades autóctonas del noroeste peninsular. Prácticamente desaparecida hace un par de décadas, hoy hay un puñado de explotaciones que han conseguido remontar el censo. Es la variedad vacuna más pequeña, así que su escaso potencial cárnico y como animal de tiro jugó siempre en su contra. Y es cierto que sorprende, acostumbrado a las enormes frisonas lecheras de mi zona, encontrarse al lado de una vaca que tiene un tamaño ligeramente mayor que el de un mastín o un San Bernardo.
Sin embargo, el tamaño no es la única peculiaridad de las cachenas. Tienen una mirada inteligente, te observan con curiosidad. Y como dice Jordi, parecen haber tenido algún cruce de cabras en su árbol genealógico: suben por pendientes imposibles, saltan, son sorprendentemente ágiles. Una mañana se encontró a una de las jóvenes de la manada subida al tejado, ramoneando los hierbajos que nacen entre las lajas de pizarra.
CRÍA EN LIBERTAD
Las cachenas de San Breixo (ese es el nombre de la aldea y de la explotación) pastan en semi-libertad. Es cierto que vuelven para comer y ser ordeñadas, pero lo hacen por que quieren. La finca es enorme, incluye prados y bosques de castaños, pero muchas veces traspasan los límites y se internan en el bosque. Cuando una vaca preñada siente que va a parir se interna entre los árboles y vuelve al cabo de unos días acompañada de su ternero.
Las he visto comer castañas directamente de los árboles y Jordi me contaba que en otoño son muy aficionadas a los boletus y otras setas que se dan en la finca. Son animales casi salvajes y, sin embargo, se acercan sin miedo al cuidador, saben el camino del establo y entran sin reparos. La perra Kenia las vigila y a veces parece una más del grupo. Creo que son cosas que hablan de cuál es el grado de confort para ellas allí, así que todas esas dudas sobre el maltrato animal y el sufrimiento que suelen sobrevolarme cuando se habla de producción cárnica desaparecen rápido. Aquí viven en su hábitat natural, disfrutan de espacio, de pastos y de la compañía de otros de su especie, son cuidadas y tienen el alimento asegurado. Ojalá todas las explotaciones se parecieran, aunque solamente fuera un poco, a lo que vimos en San Breixo.
Jordi se encarga de todo el proceso, desde el nacimiento de las reses, hasta el traslado al matadero de Sarria, apenas a media hora en coche. El sacrificio y el despiece son lo único que no lleva a cabo personalmente, aunque sí que se realizan bajo su supervisión. Una vez que recibe las canales o las piezas encargadas él continúa con el trabajo. Investiga nuevos cortes y las posibilidades de cada pieza. Más allá de los tradicionales solomillos, tapa o falda el día que estuvimos allí nos propuso una picanha al estilo brasileiro. No se conforma con ir a lo seguro y está convencido del potencial de los animales con los que convive.
Es curioso cómo visitar una explotación en la que todo se explica de manera natural, dando acceso a todo el proceso y a las instalaciones que se utilizan en él, ayuda a sacarse de encima muchas dudas. He ido a San Breixo, he visto una pequeña explotación familiar que funciona, he pasado la tarde entre vacas de una especie que hace unos años estaba condenada a desaparecer. Y además la carne es realmente sabrosa. No puedo pedir mucho más.
Fotos: Jorge Guitián
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