Comenta Joan Bagur, cocinero menorquín, que hasta que no llevaba seis o siete años en México no acabó de entender la gastronomía mexicana. “No se trata sólo de los ingredientes, sino de las técnicas y las combinaciones de sabores”. Al principio todo le parecía nuevo, aunque si algo no le falta a la gastronomía mexicana es precisamente la tradición. “Sin tradición no hay evolución”, cuenta este hombre que se fue a hacer las Américas hace 14 años, y que ahora abre establecimiento en Barcelona.
Pero no es la parte culinaria del local de la que toca hablar hoy –entre otras cosas porque no la he probado aún- pero sí de su otra vertiente, la de mezcalería. Y es que si el tequila todavía cuenta con el estigma de ser percibido como una bebida de universitarios gone wild, el mezcal es todavía menos conocido, y se lo asocia al gusano que llevan algunas botellas y que no, no tiene efectos alucinógenos.
El mezcal, como su primo el tequila, viene de la planta del ágave, aunque las similitudes se acaban pronto. Allá donde el tequila procede del ágave azul o weberensis y se produce en Jalisco, el mezcal proviene de gran cantidad de especies distintas, la más común de la cuales es el espadón. Y si el weberensis se cultiva, las demás se forrajean, de modo que en su elaboración podemos hablar de verdadero “terroir”, de expresión de la tierra de la que nacen, es decir, de una de las ocho regiones que la norma mexicana autoriza a producir bajo esa apelación (si bien la mayor parte de la producción procede, oh sorpresa, de Oaxaca).
Otra de las características especiales del mezcal la da su propia elaboración: el agave, tras su recolección, es convenientemente podado de hojas, aristas y nudos hasta dejar un pila desnuda, que se tuesta en un pozo de barro del que el mezcal obtendrá su particular tono ahumado, que lo acercará en aroma y sabor a algunos whiskys de latitudes mucho más nebulosas y frías. Luego llegará su destilación, y, si es el caso, un envejecimiento en barrica de hasta doce años.
“En México se dice que el mezcal se besa, no se bebe”, cuenta Bagur, quien me da a probar tres de ellos, servidos en pequeñas jícaras, como una nuez de tamaño extragrande. Tomo un microtrago del primero (el beso del refrán). Producido con ágave espadín, es blanco, seco, fuerte (“el blanco, el más básico, no tiene barrica ni gusano”). Del segundo me dicen que ha pasado por barrica, pero llega el anuncio de que lo voy a probar con sal de gusano y aquí cortocircuita mi atención. Una vida de gula y dedicación a la comida pasa por delante de mis ojos. ¿Por qué me metería yo en esto? ¿Estoy a tiempo de ponerme a escribir de otra cosa? El mundo siempre necesita más periodistas deportivos, ¿no?
Bagur y su jefe de cocteleros ponen ojos expectantes. Miro la jícara, miro la sal, en el dorso de mi mano izquierda, y pienso “va por ti, Premio Pulitzer”. Y de repente, le doy un buen trago y lamo la sal. La combinación es sorprendentemente gustosa, con un punto picante –la sal también lleva un punto de chile- y un sabor menos alcohólico y más afrutado. Pasado el “susto”, ya me he venido arriba. Este último, de variedades madrecuixe y bicuixe, es más complejo, más herbal. Juan me cuenta que su precio es acorde a los dos años de envejecimiento que tiene.
Aunque los mezcales son los reyes del Oaxaca (y de Oaxaca) en realidad, el restaurante de Joan Bagur ha apostado con decisión por el rico acerbo de bebidas mexicanas, que no termina en los destilados del agave, ni el cócteles o ni siquiera en las bebidas alcohólicas: esta cata improvisada de mezcales ha sido convenientemente alternada con las aguas frescas de frutas que pueden encontrarse en todo el país, y que en el nuestro se elaborarán con frutas traídas directamente desde allí. “La gastronomía mexicana no se agota nunca”, sonríe, “ni tampoco sus bebidas”.
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