Cuando te mueves por Sevilla, a poco que tengas interés en el mundillo gastronómico, no tarda en salir en alguna conversación el nombre de Manu Jara. A mi me ocurrió hace más de cuatro años, cuando nos acercamos a la recientemente inaugurada Puratasca, en Triana, y nos dijeron con orgullo que sus postres los preparaba Manu Jara. Y hay que decir que estaban muy buenos.
Luego lo fui viendo aquí y allá, en la escuela de hostelería Gambrinus, presentando su hamburguesa dulce y otras elaboraciones en algún congreso gastronómico y de nuevo en la carta de algún local. Y hace aproximadamente un año supe que había abierto local en la ciudad. Por fin, porque Manu tiene su obrador en el Aljarafe y no era fácil hacerse con alguno de sus dulces de manera directa.
Tardé un tiempo en acercarme hasta la nueva dulcería. En esos meses la gente de la ciudad seguía hablando de él con el mismo cariño respetuoso pero, al mismo tiempo, poco a poco su nombre iba apareciendo en medios de proyección más amplia. No hace demasiado José Carlos Capel, el crítico gastronómico de El País, lo incluía en su lista de las mejores pastelerías de España. Así que decidí que, aunque el barrio no me quedaba precisamente de paso, aprovecharía mi siguiente paso por la ciudad para acercarme a conocerlo.
El día que pasé por la dulcería llegaba con bastante curiosidad. Por un lado estaba todo lo que había oído de parte de clientes, de otros cocineros y de antiguos alumnos de Jara; por otro, las estupendas críticas, lo que yo ya había probado y ese bagaje del cocinero que, hay que reconocerlo, impresiona: en su trayectoria profesional están restaurantes franceses de dos estrellas y nombres míticos de la cocina española como Zalacaín o el desaparecido Lúculo. Y al mismo tiempo estaba la intriga de saber cómo un repostero francés había conseguido hacerse un hueco tan sólido en una ciudad extremadamente apegada a su tradición, en este caso repostera, como es Sevilla.
No es difícil entenderlo. Si ya tenía pruebas a través de sus postres de restaurante, acercarme a la dulcería de la calle Pureza me despejó cualquier incógnita al respecto. El local es realmente acogedor, de estética muy poco sevillana en un primer vistazo que, poco a poco, va revelando a través de los azulejos, de detalles aquí y allá, un carácter mucho más cercano a la ciudad de lo que en principio puede parecer. En ese sentido se parece al propio Manu.
La oferta se divide en tres grandes grupos que aparecen en la vitrina expositora: dulces clásicos sevillanos y trianeros, elaboraciones de autor y pastelería clásica. Es difícil decidirse por una vertiente de la oferta u otra, pero en esta visita me decanto por los clásicos internacionales. En Sevilla, rebuscando un poco, es fácil –como es lógico- encontrar excelentes dulces locales y andaluces, pero poder disfrutar de un croissant de calidad es mucho más complicado, allí como en cualquier otra ciudad española.
Lo que me encuentro es uno de los mejores croissants que he probado en España, perfectamente hojaldrado en el interior, con el equilibrio perfecto entre capas de masa y aire, ni mucho ni poco, el justo para que el bocado resulte ligero y sabroso al mismo tiempo. Y un profundo sabor a mantequilla, a mantequilla de verdad. Lo mismo nos pasa con el milhojas de crema cubierto de chantilly: las placas de masa ofrecen la resistencia justa, no son blandas en absoluto, pero se deshacen en la boca acompañando a la perfección a la crema, dándole el contrapunto de textura sin imponerse. De nuevo el recuerdo de mantequilla está bien presente. Impresionante.
Manu te deja probar las cosas a tu ritmo. Nos acercamos al bar de al lado y pedimos un café que nos traemos a la dulcería. Probamos, comparamos. Nos saca otro croissant: los de la vitrina están allí desde la mañana, pero acaba de salir una nueva hornada, justo a tiempo para las meriendas de la tarde. Quiere que la probemos para que veamos cómo la masa evoluciona con el paso de tan solo unas horas.
Ahora es él quien nos mira curioso. Quiere saber qué nos parece lo que hemos probado, si hay algo que falla, si hay algo que creamos que se puede mejorar. Sabe que lo que hemos merendado son caballos ganadores, porque es de esos profesionales perfectamente seguros de lo que se traen entre manos, de esos que saben que de su obrador salen cosas realmente buenas. Pero no se conforma en la autocomplacencia: pregunta, te mira a lo ojos mientras contestas. Le interesa saber qué opinan los clientes, algo que uno se encuentra mucho menos de lo que le gustaría.
Me marcho de la dulcería feliz. Encantado con la estupenda merienda que acabamos de difrutar, sorprendido con los precios, muy similares a los de cualquier sitio en el que te sirvan bollería del montón y, sobre todo, con la seguridad de haber estado en uno de esos sitios que reverencian el oficio. Uno de esos sitios a los que estoy deseando volver.
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