Hay sitios de lo que no tienes muy claro si hablar. Por un lado te gustaría guardar el secreto, poner tu granito de arena para que siguieran siendo relativamente poco conocidos y, por lo tanto, tranquilos como cuando los conociste. Pero por otro, son sitios tan especiales que crees que vale la pena hablar de ellos.
Eso es lo que me pasa con Sierra Mágina. A mí, gallego, atlántico, del norte y de la costa, de prados, lluvias y temporales del suroeste me fascinó desde el primer momento en el que puse el pie en la comarca. Pero en cuanto tuve ocasión de sentarme a la mesa en una de sus casas de comidas la cosa se convirtió en algo más. Porque para mí, como para muchos, Jaén era esa llanura interminable de olivos que se extendía a los lados de la autovía. Y aquí descubrí que Jaén es mucho más, además de eso. Lo es en cuanto a paisajes, pero también en cuanto a gastronomía. Es uno de esos tesoros ocultos al gran público que es capaz de escapar a los tópicos y mantener una personalidad única.
Y allí, poco más o menos en el medio de la provincia, se encuentra Sierra Mágina. Linares, Úbeda y Baeza están al norte; Jaén capital hacia el oeste; hacia el este nos acercaríamos a la Sierra de Cazorla mientras que, por el sur, nos asomamos ya a Granada y a Baza.
Todo esto, si hablásemos de un territorio normal nos dejaría en una especie de tierra de nadie, en un lugar de transición en el que comarcas con más personalidad verían mezcladas sus influencias. Pero aquí lo que hay es un macizo rocoso imponente, pendientes imposibles y un clima propio que han sabido dar forma a todas esas influencias para hacerlas suyas. Así que Sierra Mágina comparte con esas comarcas algunas de sus joyas gastronómicas pero es, sobre todo, un aceite de oliva de características únicas y todo un mundo gastronómico alrededor del cerdo. Un universo culinario capaz de hacerse un hueco junto al de sus ilustres vecinos.
Cuando hablamos del cerdo hablamos, por supuesto, de embutidos curados al frío de la sierra, pero hablamos también de esa delicia que es la morcilla de caldera, servida en ocasiones con ochíos (u hochíos, ya que se puede escribir de las dos maneras) de pimentón, al estilo de Úbeda. Y hablamos de las comidas de pastores y trashumantes, como las contundentes migas serranas.
Hablamos también de aceitunas y no sólo de aceite de oliva. Tesoros como las cornezuelo y otras, de receta casera, en las que las hierbas de la sierra se asoman a los aliños. Pero hablamos también de caza y cazadores, de esos patés de perdiz tan característicos del interior andaluz que tienen aquí su hueco o de recetas que nos ponen en contacto con otras épocas, con influencias de Al-Ándalus como los andrajos, esa versión local de la pasta, que aquí se sirven tradicionalmente con liebre, pero que aceptan también ingredientes del mar como el bacalao.
Porque, aunque estemos en el interior, ante climas continentales muy alejados de la costa, la Sierra cuenta también con una vertiente de cocina basada en el producto del mar. En producto salado o en conserva, ya que no había otra manera de hacerlo llegar hasta los pueblos encaramados en lo alto de los valles. Platos como los andrajos con bacalao, pero también las ensaladas serranas que incluyen bonito, melva, caballa o sardinas en salazón. También eso, aunque parezca paradójico, es cocina tradicional de la Sierra.
Y junto a todo ese recetario salado aparece un mundo dulce excepcionalmente rico en el que las influencias de las comarcas vecinas, las recetas conventuales y el peso enorme de la cultura del aceite en esta zona se dan la mano: roscos, flores, borrachuelos, esponjuelas, retorcíos, los sabrosos virolos de la vecina Baeza o los estupendos mantecados de aceite de Albánchez de Mágina.
Dificil esperar más en una comarca tan pequeña. Pero aquí el relieve ha puesto de su parte. De las llanuras que se extienden hacia Mancha Real al pie de la sierra con su calor extremo a los pueblos de cabecera de los valles, en los que la nieve y las heladas no son en absoluto desconocidas, hay todo un universo de microclimas en cada valle, en cada ladera, que han dado lugar a una gastronomía compleja y diversa.
Untar una morcilla de caldera en unos ochíos al pie de un olivo cerca de Mancha Real fue mi puerta de entrada a la forma de comer en esta parte del mundo. Y no podíamos haber empezado mejor. Luego ya todo fue probar roscos callejeando por Jimena, un plato de Andrajos en Cambil o unos mantecados desayunando en Torres. Eso y la certeza de que no tardaría en volver a hacer la maleta para acercarme de nuevo a la Sierra.
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