Cuando hablamos de cocinas regionales solemos simplificar, irnos a los tópicos, citar aquellos tres o cuatro platos que se han convertido en iconos culinarios pero tendemos a olvidar que las cocinas regionales están formadas, a su vez, por cocinas locales, por variantes que van cambiando de valle en valle o de puerto en puerto. Y Asturias no es una excepción. Al contrario, a pesar de su pequeño tamaño, si la comparamos con comunidades como Andalucía o Castilla – La Mancha, Asturias tiene una diversidad de cocinas que no siempre son bien conocidas y que vale la pena explorar.
Porque el tópico dice que en Asturias se come muy bien, cosa que es cierta, pero se empeña en agarrarse a un pequeño grupo de recetas que no representan todas las áreas ni todas las posibilidades de la cocina del Principado. Fabes con almejas, fabada, cachopo, arroz con pitu de caleya… Por decirlo con otro tópico, son todas las que están, pero no están todas las que son. Tres son los grandes productos alrededor de los que solemos construir nuestra idea de la culinaria asturiana: fabes, quesos y pescados. Y, sí, es cierto, son tres de sus pilares. Pero hay mucho más, todo un mundo de embutidos, recetas ancestrales y productos que no siempre son tan conocidos, aunque sean igualmente apetecibles.
Por eso en esta ocasión propongo una escapada a la montaña del Occidente asturiano, a esa zona que se encuentra ya cerca de León y Galicia; a los valles de Salas, de Tineo, de Polla de Allande o de Grandas, esos grandes desconocidos que atesoran una cocina de montaña, sabrosa como pocas, llena de pequeñas sorpresas.
Podemos empezar por el que seguramente es el gran icono de la cocina de esa zona, el chosco, un embutido de apariencia extraña que se embucha en el ciego del cerdo, al igual que el botillo de El Bierzo o el botelo (o butelo) gallego. La diferencia con estos es que aquí no se utilizan huesos ni de costilla ni de cabeza, ni tampoco piel del cerdo o rabo. Si se utilizasen estaríamos hablando de otra especialidad local, el butiello o butiecho (a veces escrito butietso), que, esta vez sí, pertenecería de lleno a esa misma familia.
En este caso hablamos de un embutido más noble, si por más noble entendemos que solamente lleva carne. La peculiaridad es que la tripa se rellena con trozos de lomo adobado y una lengua de cerdo entera, perfectamente identificable en el corte del producto final. Se puede encontrar fresco, ligeramente curado y ahumado y listo para cocinar, o ya curado, perfecto para lonchear y consumir en frío. Y acompañado de unas patatas y alguna verdura local es toda una comida.
En este mismo grupo de embutidos habría que incluir otro menos habitual, la androcha, pariente de la androlla gallega y embuchado en un intestino grueso. Y si continuamos con el uso de casquería del cerdo, tal vez encontremos, sobre todo si nos acercamos a la zona en las semanas próximas al carnaval, la caramiecha (o caramietsa), que según el pueblo en el que nos encontremos tal vez aparezca como cachola, calamona o calabierna. Ni más ni menos que una careta de cerdo que se sirve guisada. Más embutidos: la tsinguaniza, una variedad de longaniza local muy apreciada y que se puede encontrar, con variantes, en la mayoría de los pueblos de la zona.
Lo que no va a ser fácil que encontremos en la carta de un restaurante es el grutso (algunas veces se encuentra como grucho o gruchu), una especie de frixuelo con chorizo, jamón y torreznos que hace tiempo fue habitual en la zona de Leitariegos y que es bastante parecida a un tipo de tortilla que preparan en la montaña de León con ese mismo nombre. Pero no hace falta que buceemos sólo en las recetas casi desaparecidas. Ir a un restaurante en Tineo o en Pola de Allande es, seguramente, disfrutar de un magnífico pitu de caleya, ya sea con arroz o con patatotas, porque aquí los pitus –los pollos- andan libres por las empinadas calles de las aldeas, comen maíz, algún que otro insecto, semillas, granos; sus carnes son oscuras, musculadas, perfectas para guisos prolongados, de esos con salsas melosas y oscuras que piden mojar más pan.
Es posible que encontremos tortos, esas bollas de maíz a medio camino entre una tortilla mexicana y un pan de millo, una borona, que aquí también es común. Y hablando de panes, tal vez en alguna tienda encuentres una bolla de escanda. Lo que seguro que habrá en la carta es algún guiso, de ternera pero sobre todo de cerdo, que no todo va a ser embutido a partir de este animal. De nuevo cocciones largas, carnes melosas, patatas sabrosas de la zona, alguna verdura de temporada.
Tal vez la mejor manera de terminar sea con unos carajitos del profesor, el dulce por antonomasia de la villa de Salas y, por extensión, de todas estas montañas. Cuenta la historia que a principios del S.XX una pastelería local empezó a elaborarlos para obsequiar a sus clientes con ellos y acompañar así las tertulias y los cafés de las largas tardes de invierno de las montañas. Algún indiano, regresado de Venezuela, empezó a pedir ese dulce sin nombre usando una muletilla común en aquella zona americana “Ponme un café con uno de esos carajos”. Y de ahí al bautismo había sólo un paso.
Los carajitos no son más que una pasta de avellanas, similar a los clásicos almendrados con mucha clara de huevo, pero utilizando esta materia prima que tanto abunda en el valle de Salas como ingrediente principal. El resultado, como siempre que la elaboración es sencilla y la materia prima de primera, es realmente adictivo. El broche de dulce perfecto para un recorrido por estas montañas.
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