Hay algo en el aire en la Comunidad Valenciana en los últimos tiempos. Algo que seguramente tiene que ver con la creatividad y el éxito de cocineros como Quique Dacosta, Vicente Patiño, Kiko Moya o Ricard Camarena y que hace que en la actualidad las provincias de Valencia y Alicante presenten un estado de forma gastronómico envidiable. Tiene que ver con otras cosas, me imagino, con el flujo permanente de turistas, con la labor de apoyo y difusión que se está llevando a cabo desde la Academia Valenciana de Gastronomía, pero lo cierto es que, al final, esa suma de circunstancias hace que los cocineros jóvenes se atrevan con proyectos arriesgados, ambiciosos y sin complejos y que, por su parte, el público responda poniendo en marcha una rueda que hace que cada vez el nivel vaya subiendo más.
Nombres como los de Alberto Ferruz, Joaquín Baeza, Dani Frías, David Ariza, Sergio Sierra, Rafa Soler son ya la garantía de una continuidad y de un recambio generacional en la zona, pero cada vez es más frecuente escuchar cosas como “hay unos chicos en Villena que están haciendo cosas muy interesantes”, “hay que ver cómo se están poniendo de interesantes las cosas en Calpe”. Esa es la mejor señal. Hay nombres destacados, claro, pero empieza a haber dispersión, otros focos más allá de los consabidos Valencia-Alicante-Denia. Ese es el mejor de los síntomas para el futuro gastronómico de una región. Foto: Brel
Fue así, en ese ambiente, como nos encontramos por sorpresa con un restaurante y un cocinero que se pueden enmarcar en esa tendencia pero que, al menos por lo que pudimos ver tanto en la visita al restaurante como en la ponencia que tuve ocasión de escucharle en Gastro Alicante y en las charlas en su puesto de tapas en el congreso, tiene las cosas más claras de lo que es común a su edad.
Gregory Rome tiene 25 años, como su mujer, Pamela, que trabaja junto a él de repostera. Su hermano, Jordi, tiene 23 y dirige la sala. Son hijos de un matrimonio belga que hace tres décadas abrió la pizzería Brel, en el paseo marítimo de El Campello. El restaurante sigue ahí, sigue llamándose Brel y los padres siguen encargándose de la parte más tradicional de la cocina. Ahí siguen, por supuesto, las pizzas de su madre.
Pero a finales del año pasado se decidieron a darle una vuelta al local. Lo reformaron por completo y en la carta, aunque siguen los clásicos de sus padres, han ido apareciendo otras cosas. Se tiró el tabique de la cocina, que ahora es una enorme cristalera, y tras ella se colocó una barra, la Mesa Cero, en la que Gregory ofrece un menú degustación que es todo un espectáculo. No olvidemos que tiene 25 años.
La cocina que propone es de corte muy técnico y con momentos efectistas. Quien me lea sabe que soy cada vez más amigo de cocinas de bajo impacto en ese sentido, por lo que al principio no sabía qué me iba a encontrar. Pero he de ser sincero: me gusta la cocina buena, sin más. Si es de corte más efectista o menos es algo secundario. De todos modos, tras unos snacks que eran como una batería de técnicas –un árbol en el medio de la planta en el que la tierra era de salazones y pulpo seco, las hojas de oliva y los frutos, dorados, de almendra; la carta impresa en un papel comestible; una hueva de pescado que era un trampantojo a base de agua de mejillones, algas, tobiko, katsuobushi y Salicornia- iban apareciendo sabores cada vez más marcados.
En la cocina de Gregory hay referencias al recetario clásico local, pero también otras influencias. Lo que parece importarle es el sabor y la sorpresa. Es lo que ocurre, por ejemplo, en su arroz de pichón con un aire de allioli de curry rojo, uno de esos platos que te hacen disfrutar con sólo recordarlos. O en el Alli-i-pebre con un aire de fresas. Suena raro, al borde de lo excesivamente arriesgado, pero el punto ácido compensa la grasa del pescado y le da al plato una perspectiva completamente nueva.
Pero no todo es riesgo. La gamba roja servida cruda sobre una piedra ardiente es producto puro y duro, sin más. Una pequeña llamada de atención: le interesa el sabor, venga de donde venga, más tradicional o más moderno, más elaborado o más esencial. Y así seguimos con el papel de cochinillo o con la presentación, un tanto provocadora, del corte de atún rojo antes de meternos en el territorio de Pamela, los postres: falsos huevos rellenos de fruta y un postre que se monta directamente sobre la mesa al ritmo de luces y de una música compuesta expresamente para ellos. Y Jordi, el pequeño de la familia, sirviendo unos vinazos a la altura a lo largo de toda la sesión.
Sorpresa, sabor, tradición, técnica, la dosis justa de efectismo, provocación. Y, no lo olvidemos, todo el descaro de los 23 y los 25 años. Si con esta edad están haciendo estas cosas me intriga y me emociona pensar qué harán cuando hayan tenido tiempo de ahondar más en su estilo personal. Espero ir volviendo de vez en cuando para comprobarlo.
Poco a poco con esfuerzo diario, imaginación y arte, la perseverancia y trabajo será reconocido y recompensado. Suerte y enhorabuena para Brel.