Una de las cosas que me tienen fascinado de Lisboa es que, a pesar de ser una de las ciudades europeas que más están evolucionando en los últimos años hacia propuestas innovadoras, ya sea en el terreno gastronómico o en cualquier otro, es capaz de mantener, al mismo tiempo, una personalidad tradicional absolutamente única y inmune a los vaivenes económicos, a las modas y a los visitantes foráneos. Así que visitar Lisboa es casi como visitar dos ciudades al mismo tiempo: la Lisboa cosmopolita, la que se reinventa permanentemente y siempre está ofreciendo novedades y esa Lisboa de siempre, apegada a su tradición marinera.
Otra cosa que me gusta de la capital portuguesa es que para visitar la ciudad, para conocerla bien, hay que visitar lo que allí conocen como la Grande Lisboa, es decir, no sólo el término municipal de la capital sino también algunos de los ayuntamientos vecinos. Es difícil imaginarse una incursión en profundidad en Lisboa que no se acerque a Sintra o a Cascais. Pero sin ir tan lejos, a sólo unos minutos en barco están en la otra orilla del estuario del Tajo, los barrios obreros y pescadores en los que viven un porcentaje muy alto de los que cada día se mueven por la ciudad.
A uno de esos pueblos de la Lisboa de enfrente (no sé si los locales me aceptarían esta denominación), nos fuimos en nuestra última visita en busca de las primeras sardinas de la temporada y de algunos de los mejores pescados de ese punto en el que el Tajo, tras más de 1.000 Km. se abre al mar. Ese lugar de condiciones únicas, donde convergen varias corrientes que convierten a Lisboa y sus mercados en uno de los mejores lugares de la Europa atlántica para comprar y consumir pescado.
Es así como llegamos a Trafaría, un pueblo marinero que hace décadas quedó a la sombra de esos grandes silos de grano que verás si visitas el barrio de Belem y miras hacia el otro lado del río. Allí, aunque desde la ciudad no lo parezca, sobrevive un pequeño caserío marinero, apenas unas calles de casas bajas, un mercado, una iglesia y unas pocas barcas en el puerto, en el que hay varios restaurantes especializados en pescados.
Pero de todos ellos hay que destacar uno: Bom Petisco. El nombre, algo así como “buena tapa” no permite imaginar lo que te vas a encontrar. El aspecto, en una casa de planta única, con mesa de manteles de hule apelotonadas en el pequeño comedor, tampoco te anuncia su propuesta. Ni el cartelón desconchado pintado en la pared lateral. Es de esos lugares en los que seguramente no entrarías si no te lo hubieran recomendado.
Vale la pena entrar, sin embargo. Y si es posible, hacerse con una de las mesas del fondo porque desde allí se dominan las dos cocinas. Es un decir. Lo de las cocinas. Una de ellas, un rincón al final de la barra, consiste en un fregadero mínimo y un hornillo del que salen las propuestas fritas. Al fondo, en el hueco debajo de la escalera, con espacio para estar de pie a duras penas, hay una parrilla de carbón de algo menos de un metro. Y a su lado una nevera. Eso es todo.
Cuando llegas te instalas en la mesa y te cuentan qué pescado hay hoy en carta. Si dudas seguramente te invitarán a pasar a la nevera, con el sitio justo para que la cocina y tú os mováis, y a elegir personalmente los que más te gusten. Hay lo que que cabe allí. Y según se va acabando se borra del menú. Así de simple. Una vez que eliges, el pescado va a la parrilla o a la sartén. Y con eso, la ensalada y los entrantes se resume la oferta del restaurante.
Pero aunque parezca que la cosa es muy básica insisto en que vale la pena darle una oportunidad. El pescado es fresquísimo, la parrilla no para de funcionar y la cocinera la domina como pocas. De allí salen unas sardinas impresionantes y unos carapauzinhos (jureles pequeños) igualmente sabrosos. Para la sartén al final de la barra van el congrio pequeño, que aquí se llama chamirro y que se sirve frito en rodajas finas hasta quedar crujiente y dorado, y la raya, una de las mejores que he probado. Todo esto, con sus patatas de guarnición, la ensalada, los entrantes y abundante vino de la casa cuesta entre 15 y 20€ por persona.
Producto puro y duro. El mejor producto. Pescado de una frescura difícil de encontrar y tratado de la manera más sencilla pero con el dominio de los puntos y los tiempos que sólo dan décadas de oficio. Una de los mejores menús de pescado que he probado en muchos años. Y lo digo yo, gallego, de familia de las rías, que no me considero especialmente impresionable en ese terreno.
Sitios así, tan especiales, te hacen dudar sobre la conveniencia de hablar de ellos en público o no. Sientes la tentación de guardarte el secreto para que sigan igual, para no darlos a conocer y ayudar a que acaben cambiando. Pero al final te pueden las ganas de compartir esos descubrimientos, esas pequeñas joyas que, por mucho que hables de ellas nunca serán algo que guste a todo el mundo, aunque eso no les quitará ni un ápice de encanto. Así que si te interesan este tipo de locales y visitas Lisboa ániaete, coge el ferry de Belem, pregunta por el Bom Petisco en el puerto de Trafaría y sumérgete en la cultura del pescado de esa parte de Portugal.
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