Los «no lugares»

En el terreno social de la geografía hay un término conocido como los no lugares. Nos referimos a aquellos que pierden su autenticidad, la característica que les hace propios e individuales. En definitiva, su esencia. Son esos lugares en los que, si de repente aparecieses tras tomarte la maldita pastilla roja de Morfeo, no podrías identificar bien, dudarías y no te jugarías la mano apostando el país en el que estás.

Los centros comerciales son un buen ejemplo. En líneas generales, tienen todos las mismas tiendas de las grandes compañías, físicamente son parecidos y su ambiente y decoración tiene de especial lo justo para que creas que es diferente a otro centro comercial. Los aeropuertos, que son los aquí nos ocupan, son otro buen ejemplo de no lugar. Unos más grandes, otros más pequeños, unos más modernos, otros más tradicionales, unos mejor equipados, otros peor señalizados, pero todos tienen por lo general la misma estructura.

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En la mayoría de aeropuertos (con permiso del de Corea del Norte, que un servidor desconoce) encontrarás los mismos establecimientos de comida. Logos de compañías europeas y norteamericanas que nos son habituales porque cada vez hay más por las calles. Son ellas las que también copan los locales en el duty free. Lo que cambia, eso sí, es el adorno del producto de siempre: la hamburguesa que te vas a comer no será de ternera en India, será de pollo, mientras que en el aeropuerto del DF encontrarás un combo especial con nachos y chili.  En Alemania la opción salchicha de Frankfurt como especialidad autóctona no falla y si esperas ver en el aeropuerto de Amman una pizza con salami te vas a llevar un fiasco.

Frente a los famosos locales omnipresentes, están los locales centrados en las variedades de cada región. En el aeropuerto de Tel Aviv o en el de Beirut encontrarás un establecimiento que ofrezca falafel y humus, seguro.  Y en el de Estambul, kebabs. O el típico restaurante chino del aeropuerto de Beijing, que allí se conocerá (para asombro de los españoles) como restaurante a secas.

Aeropuerto cafetería

Pero todas esas son comidas mayores que se hacen a determinados horarios, según el vuelo de cada uno. Luego están los tentempiés en los que todos caemos. ¿Quién no se ha tomado uno en un aeropuerto? Ese café mientras se espera el avión que, tras alinearse varios planetas, se retrasó. Ese sándwich envuelto en plástico con un interrogante invisible: “¿Me vas a comer sin saber cuánto tiempo llevo aquí? ¿No ves que tengo mayonesa dentro?”. Esa chocolatina que te compras con las últimas monedas que te quedan del país que dejas. O ese bollo que, sin venir a cuento, vale tres veces más que fuera del aeropuerto. “Sabía que tenía que haber traído algo de casa”. Típica nota mental que hemos anotado en nuestra lista de errores. Estos snacks nos privan, reconozcámoslo.

Si vas con tiempo, los aeropuertos son el sitio perfecto para comer. No por la calidad de la comida, ni mucho menos. Sino porque a todos nos encanta mirar a la gente pasar, imaginarnos sus vidas. En un aeropuerto, con una taza de café en la mano y un bizcocho esperándote en el plato, ves las risas de unos jóvenes que empiezan su viaje por Europa, ves a un ejecutivo sumergido en una burbuja con sus aparatos tecnológicos, ves a un niño dando la tabarra a sus padres, ves el agobio de quien va con prisa y la parsimonia de quien frustrado por la eternidad mira todos y cada uno de los whiskys y chocolates que se venden en los locales. Ves la excursión de jubilados católicos a Jerusalem o a la pareja recién casada rumbo a las playas de Brasil.  Y así, viendo vidas pasar, el café y el bizcocho sientan mejor.

Fotos: Víctor Martín


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