La cita era un lunes a mediodía. No sabíamos nada sobre el motivo del encuentro. En el intercambio de correos había salido la palabra “experiencia”, pero es uno de esos términos que empiezan a estar ya gastados por el uso, así que era difícil saber de antemano si íbamos simplemente a comer o había algo más, si de verdad seríamos parte de una experiencia interesante. Lo único que tenía claro es que en los correos que había recibido, en los mensajes en redes sociales, parecía entreverse una motivación especial. Más que de sobra como para hacernos 300 Km. en coche y ver qué nos proponían.
A la hora acordada estábamos en D’Miranda, el restaurante de Koldo Miranda en La Cruz de Illas, a las afueras de Avilés. Nos recibieron en la cocina, nos enseñaron las instalaciones. Saludos, presentaciones con aquellos del pequeño grupo a los que no conocíamos. Los nervios, aunque disimulados, se notaban entre el personal. No es habitual que en un restaurante haya ese nivel de nervios antes de servir una comida al uso. Pero seguíamos sin saber nada.
Ya en el comedor nos esperaban las cosas que uno, en principio, no se espera en un comedor. Allí, en un rincón estaba el artista asturiano Miguel G. Díaz tras una mesa en la que había papel, tinta, pinceles, corchos, alfileres… y tres peces de San Pedro de buen tamaño. Poco a poco, y parara ayudarnos a salir de nuestro asombro, Koldo Miranda nos contó que lo que buscaban con aquel encuentro era jugar con la idea del recuerdo gastronómico.
Si lo pensamos bien, cuando recordamos una comida, un plato o un ingrediente tendemos a recordarlo en su contexto: con quién lo comimos, qué clima hacía aquel día, cuál era nuestro estado de ánimo, qué pasó que fuera especialmente destacable. Pero no somos capaces de recordar de manera clara y aislada el sabor o el aroma. Es interesante, porque eso sitúa, dentro de nuestra mente, el hecho gastronómico en relación con las emociones, pero por otro lado nos limita, nos incapacita para tener un recuerdo puramente gustativo.
Koldo quería jugar con esa idea, curiosear alrededor de la posibilidad de fijar más y mejor un recuerdo gastronómico. Si no podemos recordar un sabor o un aroma de manera aislada, que sea entonces la propia experiencia la que nos fije el recuerdo; que todo gire alrededor de ese sabor y ese aroma.
La cosa empezó con Miguel G. Díaz explicándonos qué es un gyotaku, una técnica de estampación japonesa que la tradición dice que nació el día que un pescador quiso inmortalizar, hace siglos, una captura especial que había hecho. Lo que se le ocurrió fue pintar la piel del pescado con tinta y usarlo como sello sobre un papel, sobre el que quedó grabada su silueta y cada detalle de sus escamas, sus aletas o sus irregularidades.
A partir de ahí se desarrolló toda una corriente artística en la que los pescados siguen siendo el material básico que se estampa, pero en la que poco a poco se fueron introduciendo diferentes tintas, alteraciones del estampado original y otros elementos artísticos. Pero aquel día Miguel quería interferir lo menos posible y mantener la impronta del pescado lo más pura que fuera posible.
Para ello creó, junto con el cocinero, una tinta comestible a base de tinta de calamar y goma arábiga ligeramente deshidratadas con la que fue cubriendo escrupulosamente cada detalle de la superficie del pescado. Luego este fue cubierto con un papel de grabado y su silueta quedó recogida para siempre.
Cada uno de los tres San Pedros fue luego cocinado a la sal. El proceso de estampación es tan sutil y tan delicado que no afecta para nada a la calidad del pescado. De vuelta en el comedor, con el aroma del mar inundándolo todo, Koldo los fileteó frente a nosotros para dejar que su equipo los emplatase: algas, esferas de agua de mejillón, polvo de mejillón… cada ingrediente en el plato trataba de potenciar los aromas del pescado sin añadir otros matices: sólo mar, yodo y sal. Se trataba de reforzar el impacto del sabor y el aroma en la memoria del comensal y de que la estética de la presentación ayudase al recuerdo.
Y mientras probábamos el plato, mientras charlábamos sobre él y sobre las ideas que nos traía a la cabeza, Miguel siguió trabajando. Las espinas de los tres grandes pescados, intactas, fueron impregnadas con la tinta y sirvieron de base para una nueva estampa. Ya no sólo habíamos recogido la imagen del pescado en crudo, no simplemente habíamos probado su carne. También teníamos fijada la memoria de sus restos.
La cocina y el arte aliados para crear un impacto en la memoria. No recordaremos aquel plato solamente por su aroma o por su sabor, parece que el cerebro humano está incapacitado para ello. Pero sí que será, para siempre, una referencia. Ese San Pedro será, para los que estuvimos allí, todos los San Pedros a partir de ahora, será imposible no recordarlo, no acordarse de esa jornada, del esfuerzo de Koldo y Miguel por juguetear con la mecánica de nuestros recuerdos, por acercar la estética del arte tradicional japonés y la de la cocina contemporánea, del intento por explorar los límites.
Será difícil olvidar el esfuerzo y el cariño puestos en la creación de esa experiencia. Y ahí está, en la pared de nuestro salón, la impresión de la espina de uno de los pescados para ayudarnos a hacer memoria.
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