Llegamos a casa tarde, después de una eterna jornada en la oficina y un atasco que nos ha puesto al borde de protagonizar la secuela de Un día de furia. Abrimos la nevera. Frente a nosotros, un tupper de judías verdes. En el estante de abajo, esa pizza barbacoa que se nos olvidó congelar y latas de cerveza bien frías. ¿Y no nos quedaba algo de helado…? No te engañes: ya sabes lo que vas a cenar.
Los experimentos demuestran que el estrés, ya sea puntual o crónico, dispara nuestras ganas de comer, pero no cualquier cosa, sino alimentos de alto valor calórico, a menudo ligados en nuestra cultura acelerada y competitiva a la comida basura, rápida y grasienta.
Las investigaciones en diversas especies animales han comprobado que los ejemplares más estresados pierden la cabeza por la comida muy energética, rica en grasas y azúcares. Para soportar la ansiedad estresante producida por la falta de hábitat o la amenaza de los depredadores, los animales necesitan un aporte extra de energía. Para conseguirla, su organismo segrega cortisol, la hormona encargada de liberar la glucosa almacenada en los músculos y la grasa y poner el organismo en condiciones de pelear o huir. Es precisamente esa hormona la que los incita a buscar alimentos muy calóricos, cerrando así el círculo vicioso.
Se ha observado que en los humanos —también animales al fin y al cabo—, sucede algo similar, con el agravante de que no tenemos que correr para escapar o cazar, por lo que los kilos se van agolpando en nuestro cuerpo. Cuando el estrés se hace crónico, inflarse a hamburguesas, bollería y patatas fritas se convierte en un hábito que acaba deteriorando nuestra salud.
Fotos: Vox Efx
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