El joven y el viejo. El estudiante que vocea a los cuatro vientos que tocan, de nuevo, macarrones con tomate. Le miras en la cafetería. Podría ser tu hijo. Y, en ocasiones, lo es.
El cachorro que habla de dieta de estudiante también es tu cachorro. No vale que caramelices cebolla en casa o que la masa madre ocupe un hueco en tu cocina. ¿Foodie? Estás arreglado, te ha salido un hijo sin talento ni reparo. Y te viene a la cabeza intervenir como el viejo Clemenza. El soldado fiel de la familia Corleone en la mítica obra El Padrino. Soltarle un hostión con la mano abierta. El sopapo de la experiencia.
Ay, El Padrino. La eterna posición del hijo en una saga en la que se pugna por el dominio es siempre un atractivo brutal. En muchos casos nos damos cuenta cuando ya es tarde: somos parte del sistema de poder. Enseñamos cuando todavía queremos digerir qué salió mal mientras aprendíamos de pequeños. ¿Qué nos atrae de esas grandes historias edípicas, intergeneracionales?
—“Deja la pistola, coge los canoli”.
En las que se cocina y se habla mientras se cocina y se habla y se come, de pie, en la cocina, mientras se guisa. Quizá el trato continuado de la enseñanza.
—»Eh, ven aquí, chico. Aprende una cosa. Nunca se sabe. Algún día podrías tener que cocinar para veinte tíos”— el lugarteniente de la familia le pone las cosas delante, en forma de cazuela y de fogón. Eso no se rechista y, menos, por parte de un mocoso con las lógicas prisas del crecimiento. El cachorro que sube demasiado deprisa mientras ojeas un catálogo de la vida. Plántate en la puerta de un colegio o atiende mientras te hablan de “es que mi hijo”. Es nuestro tema favorito. Sin escapatoria para la generación de padres con sintomatología del siglo XXI.
Dicen que Mario Puzo tiró de Honoré de Balzac para un par de cuestiones. La famosa frase de “Le haré una oferta que nadie podría declinar”, es una de ellas. La otra es la base del libro, si cabe más importante, la máxima del cronista de los días posteriores a Napoleón. Es esa inconmensurable “Detrás de cada gran fortuna hay un crimen”. Detrás de cada gran boloñesa hay un gran sofrito.
El asesinato. El escalo. Las ganas de meter un bofetón a ese jovenzuelo. El motor de arranque de los pilares pétreos de cualquier imperio. Sobre crímenes, quién no ha sentido la necesidad de cometer uno. O la vergüenza de haberlo hecho mil cien veces. Estamos hablando del maltrato estilístico de —suenen violines melancólicos— añadir tomate a cualquier espécimen de pasta de trigo.
—»Mira, empieza con un poquito de aceite. Luego fríes un poco de ajo. Echas unos tomates. Tomate triturado. Lo fríes todo y te aseguras que no se pegue”— le va relatando el soldado, interpretado magistralmente en el cine por Richard S. Castellano. Es el mismo tipo implacable al que encargarias alguno de los trabajos más duros de la educación de tu hija o del cabestro de tu hijo.
Deberíamos plegarnos a las órdenes de ese Clemenza. Somos una generación de cocineros en casa y de ‘bon vivants’ en la calle y en el clan. El que haya preferido el camino de la excelencia tendrá que asumir su error. Sí, no se te pasará por la cabeza pero deberías llamar al viejo soldado porque educamos así de mal. Anteponemos la experiencia de la sabiduría añeja al aprendizaje moderno. Somos igual de mediterráneos y de gañanes que los italianos. Producimos los mismos clichés y los mismos errores.
¿No te ves reflejado en ese arcaísmo anacrónico? Échate un vistazo. Ya sabes, “Hijo, déjame que hago yo un sofrito para tus macarrones que te vas a chupar los dedos”. Y venga el orégano para allá y más dientes de ajo para acá. Nadie ha dicho al crío de los Corleone que sugiera. Están en guerra. Nadie dijo al pinche que reordenara la cocina de Adriá. Se palpa ese estado de guerra. ¿Vas ahora a probar a desmadejar la sabiduría de la pasta al estilo del viejo mafioso?
—”Lo llevas a un hervor. Echa dentro todas las salchichas y la carne picada. Y un poco de vino y un poquito de azúcar. Y ese es mi truco”
Va de trucos. Nunca lo comprenderemos del todo.
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