“Vamos a la Pobla”. Pobla, puebla, es uno de los nombres de pila más poco originales que pueda tener un lugar. Pero cuando cada invierno de mi infancia decía estas palabras en mi casa no había margen de error. La Pobla en cuestión era una de las de Serie B, la de Cérvoles, y aunque ahora el nombre suena algo más, hace treinta años era muy difícil que ninguno de los niños de mi clase supiera del sitio.Nuestra visita anual no era para visitar a la familia –después de dos generaciones en la ciudad, sólo quedaban amigos y parientes lejanos- sino para hacernos con el preciado aceite que se hace en la zona, y que mi madre ha defendido a menudo que era de los mejores del mundo. No debe andar muy equivocada cuando ya en el siglo XIX, época del primer boom del aceite en la comarca de Les Garrigues y cuando el pueblo tenía dos mil quinientos habitantes y varios molinos aceiteros, se le concedieron varias medallas en exposiciones universales. Más tarde, Les Garrigues sería la primera D.O. de aceite de oliva virgen extra de España, constituida en 1975.De ésa época, más o menos, recuerdo mis primeras visitas al pueblo. En pleno invierno, tras sortear la helada y sinuosa carretera que une la Pobla a El Vilosell y antes de acercarnos a la cooperativa, pasábamos a saludar a Carmelita, una amiga de infancia de mis tías, que vivía a la entrada.
Ella era una de los escasos ciento cincuenta vecinos que debía tener la población en aquella época, y a veces nos regalaba almendras garrapiñadas –el almendro es el otro gran cultivo de la zona, que pese a pertenecer a la provincia de Lérida, culturalmente podría considerarse los Sudetes de Tarragona- o “orelletes”, un dulce frito de origen posiblemente árabe, frágil y anisado.
Su casa olía a estufa de hierro colado y madera, y tenía paredes de piedra gruesas como mi cabeza. Luego íbamos a la cooperativa a comprar pesadas garrafas de cinco litros de aceite, que nos envasaban directamente del grifo. La cooperativa es ya la única que aún sigue produciendo el aceite por el método tradicional, con rodillo de piedra y prensa hidráulica.Volví a la Pobla a principios de enero, con un grupo de amigos. Una de las hijas de Carmelita, Mari Carmen, es ahora propietaria de una casa de turismo rural. Un trozo de su huerto tiene olivos en los que los urbanitas como yo pueden ir a descubrir cómo se cosechan las aceitunas, peinando las ramas para hacer caer las olivas sobre una red. Más tarde visitamos uno de los antiguos molinos, reconvertido a Ecomuseo del aceite. Y visitamos la cooperativa, cuyas paredes guardan todavía el olor intenso de la oliva arbequina, un aroma penetrante y frutal, que me acompañará hasta el día de mi muerte.
Cuando ya de adulta, una vez emancipada, compré mi primera botella de aceite en un supermercado, no podía creerme la diferencia en el sabor. “Has crecido muy bien acostumbrada”, me espetó mi madre. Cuánta razón.
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