Se ha hablado mucho de la cocina futurista y creo que con razón, porque más allá de ideologías y del momento histórico en el que apareció esta cocina, relacionada con un movimiento de vanguardia artística, prefiguró muchos de los temas que siguen hoy sobre la mesa –literalmente- y, desde ese punto de vista dio todo el sentido a su nombre, ese futurismo que, aquí sí, se adelantó a su tiempo y en muchos aspectos fue capaz de dar forma al futuro en aquel momento.
El futurismo es un movimiento netamente italiano, masculino, una vanguardia artística global típica del ambiente de aquel belicoso primer tercio del S.XX, aglutinada alrededor de la figura magnética de Filippo Tommaso Marinetti, un poeta de una enorme cultura que, de haber vivido hoy seguramente habría sido tachado, no sin razón, de fanfarrón, machista y visionario.
Pero, con todo, Marinetti fue capaz de crear a su alrededor las condiciones para dar forma a un nuevo movimiento artístico de vanguardia que defendía los valores de la modernidad, de la máquina, de la industrialización y la velocidad, aunque también de lo masculino, lo agresivo y lo belicoso; una mezcla explosiva que acabó derivando hacia el fascismo pero que, por el camino, dio lugar a brillantísimas creaciones artísticas y también a un nuevo estilo de cocina.
En 1930, en el transcurso de una cena en Milán, Marinetti y sus seguidores se enzarzan en una discusión alrededor de las virtudes y los defectos de la cocina italiana, sobre los alimentos que consideran buenos y aquellos otros, femeninos o de digestión lenta, como la pasta, que no son aptos, según su punto de vista, para el estómago futurista. Discuten también sobre la capacidad de la cocina para transformar la sociedad y para sumarse a esos valores de revolución estética que persiguen. Marinetti sale de la velada con una serie de ideas que, en pocos meses verán la luz en el periódico Comoedia bajo el título de Manifiesto de la Cocina Futurista (1931).
Algunos de los preceptos que defiende suenan hoy desfasados pero otros, sin embargo, mantienen una inquietante actualidad. La abolición de los cubiertos, por ejemplo. Pensemos en las mesas que en los últimos años se han desprendido de mantelerías, pensemos en los lienzos que han sustituido a los platos en algunos restaurantes (DiverXO, Solla, Paco Morales…), en la profusión de snacks para comer con la mano que, herederos de ElBulli, han poblado los inicios de tantos menús degustación de Quique Dacosta a DStage, de Dani García a La Terraza del Casino.
O pensemos en lo que el manifiesto llamaba cocina sensorial: platos que se complementan con aromas vaporizados en la sala, uso de la música y la poesía para acentuar la experiencia. Imposible no pensar en El Somni, de los hermanos Roca, en el 41º de Albert Adrià, en ese nuevo proyecto de los hermanos Adrià en Ibiza en colaboración con Le Cirque du Soleil o en aquel plato de marisco de Heston Blumenthal que llegaba a la mesa acompañado de una caracola en cuyo interior había un Ipod con sonidos del mar ¿Y los postres inspirados en perfumes de Jordi Roca o de Ramón Freixa?
Pero Marinetti no se quedó en el papel. No tardó mucho en dar lugar a la aparición en Turín de un restaurante, la Taberna Santopalato, en la que se llevaron a cabo cenas futuristas. Un vistazo a la carta de alguna de ellas vuelve a colocarnos, de nuevo, ante cosas que hoy no nos suenan en absoluto a desconocido.
Es escuchar Paisaje Comestible, por ejemplo, y pensar de inmediato en el Bosque Animado de Quique Dacosta, en el Deshielo de Albert Adrià, en el Fondo Marino de Dani García o en los platos de Francis Paniego inspirados en el bosque de Ezcaray. Solo que aquí se propuso 80 años antes. En la misma línea estaría el plato Mar Italiano, que perfectamente podría aparecer en un menú contemporáneo sin llamar la atención. ¿Y qué decir de ese Ecuador + Polo Norte? ¿No lo podríamos poner en el mismo grupo que esos platos que Joan Roca ha presentado como parte de sus Cocinas Viajeras?
Y, aun siendo radicalmente moderna, la cocina futurista tomaba algunos de sus elementos de cocineros anteriores. Es el caso de Jules Maincave, un cocinero francés de comienzos del S.XX que acabó por unirse al futurismo en su madurez, que ya había propuesto, años antes, platos insólitos como el arenque con gelatina de fresa, el plátano con gruyère o el filete de oveja con salsa de gambas. Que alguien me diga si estos platos no podrían estar en más de un restaurante un siglo después. Y si aun hoy nos resultan llamativos no es difícil imaginar la reacción que habrá tenido el público ante ellos hace más de cien años.
No hace mucho el congreso Diálogos de Cocina, celebrado en el Basque Culinary Center de San Sebastián volvía, entre otros temas, sobre la importancia de esta cocina futurista para entender el papel de la vanguardia en relación con la gastronomía. Aun hoy, superados muchos de los preceptos del futurismo, podemos volver la vista hacia esos años y sorprendernos con la modernidad de muchas de sus propuestas. Y eso es lo fascinante de volver la vista atrás para revisar la historia de la cocina: de vez en cuando nos encontramos con cosas, como esta cocina futurismo, que nos hacen replantearnos los conceptos de modernidad, vanguardia o innovación y nos devuelven a la cocina contemporánea con otros ojos.
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