Hace un frío de cojones, por mis santos cojones, no me sale de los cojones, qué cojones me importa, no me toques los cojones, cojonudo, te (me) corto los cojones, acojonante, échale cojones, ¡tiene cojones!, me descojono, lo voy a hacer por cojones, a cojones no me gana nadie, tengo los cojones cuadrados…
¿Existe algún estudio, libro o monografía que describa y analice la obsesión hispana con “(…) las dos gónadas masculinas, generadoras de la secreción interna específica del sexo y de los espermatozoos”, como define el diccionario de la RAE al aludido y algo ridículo colgajo doble? Agradecería saberlo.
El caso es que vivimos en un país donde se comen (y se come de) cojones –aunque tenemos la delicadeza de que no sean humanos–, una costumbre autóctona que deberíamos recordar antes de hacer muecas de disgusto ante gastronomías ajenas. De hecho, en su recomendable libro El Tao del viajero, el escritor, trotamundos y periodista Paul Theroux encuadra las criadillas hispanas entre los muchos manjares chocantes y tal vez algo repugnantes que ha catado en sus innumerables periplos.
¡NO ESTAMOS SOLOS!
Sin embargo, no debería acomplejarnos nuestro gusto por las partes pudendas convenientemente amputadas en asépticos y profesionales mataderos. No somos raros, hermanos, el mundo rebosa de partidarios de la cosa que hasta montan concursos de elaboración y degustación
En Clinton (Montana, EE.UU.) se organiza cada verano (y van 32) un festival en el que una concurrida audiencia de lo que por allí llaman despectivamente white trash (basura blanca) y red necks (paletos) se reúne para bailar, beber, asistir a conciertos y comer… balls (criadillas de toro), por libre o participando en el concurso que organizan.
Es parte de la América profunda, un lugar hortera y chillón que habría horrorizado a Steve Jobs (vegetariano fanático de las zanahorias), una bacanal grasienta y cervecera por la que pasearse vestido de casposo cantante de country. Suponemos que el próximo verano se organizará la 33ª edición, así que estamos a tiempo de ir. Más información aquí: http://testyfesty.com
Existe otra competición para comecojones (y cocinillas del material) que nos pilla algo más cerca. Tiene lugar en el distrito de Sumadija, en el centro de Serbia, donde se celebra un torneo anual para insignes comedores y chefs de la criadilla. El concurso arrancó en 2005, y desde entonces se disputa cada año en alguna localidad de esa región balcánica. Sus organizadores tienen la soberbia de llamarlo “Campeonato del Mundo de Cocina de Testículos” y la gracia de adornarlo con un logo que recuerda al de McDonald’s.
Dado su carácter itinerante, la mejor forma de encontrarlo es perderse por la Serbia profunda y seguir el humo de las planchas y barbacoas donde los participantes se afanan en preparar los suculentos y nutritivos órganos reproductivos de los animales del país, que admiten variadas recetas: en la última edición ganó un delicioso estofado de huevos de toro.
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