Comiendo bajo la lluvia

«Pues sí que acertaron los romanos», pienso para mis adentros al andar por las mojadas y resbaladizas calles de Bari. La región italiana de Puglia toma su nombre de la expresión latina «apluvia«, «sin lluvia», aunque parece que hoy el nombre no le pega en absoluto. Llueve con ganas y hace un frío más atlántico que mediterráneo. Un callejón estrecho y junto al carro de un vendedor ambulante de pescado, un olor cálido y apetitoso me recuerda que en el avión no he comido. La ventana de una casa, abierta a la calle, da directamente a una olla infernal de aceite hirviendo en la que borbotean unos cuadrados. Se llaman sgagliozze, seis de ellos cuestan tan sólo un euro, y los cocina María, la propietaria de la casa, desde hace 35 años.

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De buenas a primeras creo que es un dulce frito de tantos como los que abundan en todo el arco mediterráneo, un primo italiano de los churros, azúcar y aceite, nada demasiado seductor para la golosa que no soy. María bromea con su vecina, me da a probar uno de ellos -el marketing del camello: la primera dosis es gratis- y me mira de reojo mientras me engancho a su crack. La superficie rugosa del cuadrado cruje entre mis dientes, salada y derrochante de umami, y sin solución de continuidad se convierte en crema pura: los churros son en realidad cuadrados de gloriosa polenta. Ah!, quiero más.

Bari, en la orilla del Adriático, es la capital de Puglia, y vive con orgullo su legado gastronómico. Estamos en el talón de la bota de Italia, una zona que no sale en las películas de mafiosos, pero tampoco en los desfiles de moda ni las carreras de Fórmula 1. Ni falta que les hace. Se diría que sus habitantes, estando orgullosos de sus alimentos, prefieren disfrutarlos a lucirlos.

Al resguardo de la enorme iglesia románica de San Nicolás -mucho antes de que el Nicola di Bari de las canciones de guateque fuera mainstream, ya hubo un santo mártir de la iglesia con el mismo nombre, con sus reliquias milagrosas, sus aguas curativas y sus cosas -católicos y ortodoxos comparten espacio de culto, sino rezos. Y junto a ella, en la calle del Arco Basso, las puertas de las casas abiertas a la calle, las mujeres de la ciudad siguen preparando día tras día las orecchiette, formas de pasta similares a, lo adivinaste, orejas, que reinan en la gastronomía de Puglia.

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No se trata de un espectáculo para turistas, aunque éstos suelen ser bienvenidos a fisgonear, aunque sea a través de la puerta, en las cocinas y comedores convertidos en obradores. Una televisión encendida muestra un ruidoso show de variedades mientras una señora da forma a un tubo que, en un rapidísimo movimiento de ilusionista, se convierte en un abrir y cerrar de ojos en un ejército de orecchiette, que se dejarán secar durante unas horas sobre unos cajones con fondo de redecilla, antes de ponerse a la venta cada mañana. La clave de las orecchiette de Puglia no reside sólo en el gesto de sus fabricantes, sino también el alto nivel de calcio que contiene el agua de los acuíferos de la zona, que permite que las orecchiette tomen un grosor y una flexibilidad que no pueden asumir por métodos industriales.

La lluvia no ceja, y en la cercana ciudad de Alberobello, la reina de las postales, conocida por sus trulli o tejados de piedra seca, la lluvia convierte las cuestas adoquinadas en toboganes de un parque acuático y el plato más tradicional llega a su máximo esplendor, reconfortante y cargado del sabor amargo que tanto gusta en Italia. La pasta no requiere salsa: tan sólo unos grelos levemente hervidos, picante y aceite de oliva. Éste proviene de alguno de los seis millones de olivos que motean la región, un número que puede parecer grande, pero que, sin embargo implica un cultivo menos intensivo que el de Andalucía. Aún así, Puglia produce el 40% del aceite de oliva italiano. Y pan rallado frito, el «queso de los pobres», que acabará de darles textura y complejidad. En un fin de semana en la región, lo pruebo dos veces, y tengo la sensación de que podría sobrevivir no sólo un moderado invierno mediterráneo sino uno nuclear.

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Más tarde, en otro lugar, nos empujaremos muchas otras delicias de la zona: En Terranima, un restaurante Km 0 de vuelta en la zona moderna de Bari, lo saben bien. Su dueño, Piero Conte, se hizo con el mando de un local abierto hace cuarenta años y lo convirtió en una osteria sacada directamente de Novecento o de El Gatopardo, junto a un muy literario café en el que lo mismo se ofrecen tisanas que recitales de poesía. Terranima ofrece por unos 30€ menús de tierra y mar.

Aquí llegan todos los tesoros la zona, incluso aquellos que antes no eran considerados como tales, como el trigo quemado, que antaño se consideraba un residuo culinario sólo apto para animales o clases populares. Aquí lo emplean como base de la focaccia que llega con los antipasti. Con ella llegan también otras especialidades, algunas de las cuales han sido declaradas Presidios, es decir, alimentos que merecen especial protección por parte del capítulo de Slow Food local. Lo cual está muy bien, aunque personalmente podrían decirme que los platos los han preparado los Oompa Loompas de cualquier cadena de hamburgueserías de dudosa moralidad y yo estaría disfrutándolos de igual forma. Sin embargo, todo tiene nombre y apellido: El capocollo, un embutido de cuello de cerdo ahumado, llega de Martina Franca, donde el fragno, un árbol autóctono parecido al castaño, sirve tanto de base para la alimentación de los cerdos con los que se fabricará como para la madera que servirá para ahumarlo en uno de los trulli o construcciones de piedra seca de la zona.

La mozzarella, no pasteurizada, es de vaca. “Bah”, me digo, “burrata”. Cualquier pijirestaurante decorado con cabezas de Buda la sirve hoy en día. Pero la muerdo y esto es otra cosa, amigos: la película de mozzarella del envoltorio revienta y la nata, puro sabor a hierba, a leche  y a felicidad, se derrama en mis dedos. Me siento estrella del food porn. Golpetazo de vino. Éste, de la variedad local de uva Primitivo, no es el que más me convence. La Primitivo es la prima europea de la Zinfandel y digamos solamente que tiene el nombre bien puesto. Tendré que bajarlo con una copichuela de varietal de Negroamaro, una uva que antes se exportaba al norte de Italia para fortalecer vinos de prestigio y que hoy en día se lo está ganando ella solita por su sabor acre, no apto para Princesas Disney.

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Plato tras plato combatimos el frío apilando calorías. Cuando salimos a la calle, semiinconscientes por la acumulación de quesos, pastas, pescados, embutidos, pastelitos, más y más, aceite, vino, café del de Italia (vamos, café), verduras, licores… el agua cae con más fuerza que nunca. Rezo para que al menos haga que nos encojamos.

Fotos: Mar Calpena


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