Pongámonos en situación. Cena por San Valentín. Se supone que esta historia es para las nuevas parejas, recién formadas o en proceso de seducción (léase “engaño”). En efecto, ¿qué dos adultos sanamente constituidos que lleven más de un año de relación van a querer celebrar este día, una tradición anglosajona que llegó a mediados del siglo XX a España como una excusa de los grandes almacenes para aumentar sus ventas?
Pues los hay, así que, aclarada nuestra postura, sigamos. Dos personas que se conocen y se gustan podrán parecer muy acarameladas, pero en realidad son como dos cobras reales que se enfrentan erguidas, estudiándose, ponderando el valor del otro en el despiadado y turbulento mercado amoroso.
En un escenario tan delicado, una cena romántica puede convertirse en un asunto peligroso, un ring donde medirse con el aún desconocido contrincante. Si donde hay confianza da asco, donde no hay da todavía más. Por eso resulta esencial la estrategia: escoger bien el escenario de la velada y, sobre todo, los platos y sabores a elegir.
O, aún más importante, los que no tomar bajo ningún concepto:
Legumbres, alcachofas o cualquier cosa flatulenta
Una cita es como una final. Hay que comer ligero y no ponerse ciego, porque puede pasar cualquier cosa. Los gases son grandes enemigos del amor. ¿Quién no ha llegado a casa un domingo por la noche, desesperado y a punto de explotar tras un fin de semana de amor y aguantarse las ventosidades? ¿Quién no ha dejado abierto el grifo del baño mientras hace sus cosas, con la nueva pareja esperando solícita al otro lado de la puerta? Además, se han documentado casos de personas que, en el clímax, sufren un relax corporal que las lleva a expeler gases que pueden arruinar cualquier orgasmo y, cómo no, cualquier posibilidad de seguir adelante con la relación.
Ajo y cebolla en cantidades industriales.
¿Le comerías la boca a Scarlett Johansson o Brad Pitt si les cantara el pozo? Probablemente sí, que en peores plazas has toreado. Pero en el mundo real, un boquino que apesta a ajo o cebolla (o a las dos cosas) funciona como la kriptonita para Supermán. Vigila que lo que pides no sea generoso en esas deliciosas plantas. Además, contempla la posibilidad de que todo vaya bien y, en el arrebato de la pasión, superes esos aromas. El despertar al día siguiente puede ser tan terrible…
Espagueti.
Si los pides en esa cena tan especial, es que eres algo obtuso/a. Comer espagueti es como ir al ginecólogo o pasar por un tacto rectal: se pierde la dignidad. La gente protagoniza espectáculos repugnantes sorbiéndolos, y quien lo hace bien (sí, con cuchara y todo) da cierta grima, como esos que pelan las gambas con cuchillo y tenedor. Y por Dios, ¿no has visto esa escena de cama de Elijah Wood (Frodo) con Leonor Watling en Los crímenes de Oxford, una de las peores películas de Álex de la Iglesia? (hale, a YouTube). Hay espagueti de por medio, y da pena.
Kebabs.
Si los eliges para esa cena tan especial, es que eres dos veces obtuso/a. Los kebabs (al menos, los que comemos en España) rebosan de salsa sospechosa, y apretarse uno sin pringarse es como ganar el Tour corriendo con ruedines. Metafísicamente imposible. ¡Y ese olor! ¿Quieres revolcarte con alguien que huele a eso? Si tu partenaire acepta la oferta de ir a cenar un kebab por San Valentín, ve al baño y aprovecha para huir.
Hamburguesas.
Y ahora dirás: “Pues cerca de mi casa han puesto un sitio de hamburguesas gourmet que…”. ¿Hamburguesas gourmet? Eso nos recuerda a la primera mujer de Paul McCartney, que promocionaba las hamburguesas vegetarianas. Las hamburguesas gourmet son el “quieroynopuedo” de la gastronomía, aunque están cojonudas. Si te las comes con cubiertos vas a parecer memo, y si te las tomas como se debe, el kétchup te resbalará por las comisuras de los labios. Mal.
Calçots.
Estamos en plena temporada de esta variedad de cebolla típica de Cataluña, que en los últimos tiempos anda ganando seguidores por España. Por si no lo sabes, los calçots se suelen comer a finales de invierno, acompañados de salsa romesco. Pero son puro antierotismo. Para empezar, antes de ponerte al tema te dan un gigantesco babero, y con razón. Estos tallos blancos se hacen a la brasa. El comensal los agarra y los pela en vertical, los moja en la salsa y se los lleva a la boca. En realidad tiene un rollo muy fálico, pero es más de comerse con los amigotes, a lo vikingo.
Alitas de pollo. O costillas.
En realidad, cualquier cosa que implique la ecuación “carne pegada a un hueso”. Se comen con las manos. Se desgarran con los ojos entrecerrados. En suma, son más apropiadas para un festín neandertal que para un intento de seducción. Y pasa como con el marisco. Cuando las devora, al personal se le afila la mirada, se le crispa la mandíbula, todos sus músculos se tensan y da la impresión de que uno podría sacrificar un bebé en la mesa de al lado y pasar desapercibido, tal es la concentración depredadora de quienes esperan a lanzarse sobre esos indefensos cachos de carne.
Fotos: Gastromedia
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