Se cuenta que en el siglo XVI la ciudad de Sevilla llegó a albergar a un sinnúmero de frailes y monjas, tantos que de cada diez habitantes de la ciudad, tres vivían tras los muros de los conventos. Si el visitante pregunta por el origen de las plazas ubicadas en el centro urbano descubrirá, no sin sorpresa, que muchas de ellas no son sino los solares que quedaron después de que los franceses modernizasen la ciudad con su peculiar estilo. ¿Qué queda de todo aquello? Quedan pocos conventos y muchos de ellos deshabitados o pobremente poblados. Algunas cosas se han perdido (otras, sin duda, han ganado) con estos cambios, pero como aquí lo que nos trae es la comida, parece sensato referirse a la que se hacía en los conventos y que hoy queda como resto casi arqueológico de otra época.
Las monjas de la ciudad, que son escasas y con una media de edad muy alta, siguen elaborando algunas cosas, fundamentalmente dulces, para subsistir. De hecho, durante los días de Navidad hay un mercadillo donde se exponen y venden los dulces de los conventos. Son de sobra conocidas las golosas Yemas de San Leandro, que elaborar las monjas agustinas. En otros monasterios se hacen pestiños, tortas, mazapanes, mermeladas, magdalenas… Yo me he acercado al Convento de Santa Paula, de monjas jerónimas, para echar un vistazo y ver qué se hacía por allí.
Lo primero: merece la pena acercarse por el lugar, pues el monasterio es una construcción del siglo XVI: tiene una hermosa portada, un compás silencioso, una espadaña que es un prodigio y una bella iglesia, porque, claro, más allá de estos límites, si prescindimos del museo, no se puede pasar: la clausura es estricta, algo sorprendente en pleno siglo XXI, como un mundo dentro de otro mundo. De igual forma, las monjas son reticentes a las cámaras fotográficas y, por lo que sé, se arrepienten al poco de haber autorizado una fotografía…
Curiosamente, en la actualidad viven en este monasterio monjas de distinta procedencia: españolas, americanas, asiáticas… y, sin embargo, mantienen, al menos de cara al exterior, la elaboración tradicional de dulces sin incorporar elementos de otras culturas: no hay crisol, sino tradición. Si echamos un vistazo a lo que ofrecen en el torno (convertido ahora en una pequeña habitación donde nos atiende una mujer encantadora ajena a la vida conventual) nos daremos cuenta de que no se ha producido ninguna mezcla y que no se aprecia influencia de la procedencia de las nuevas monjas.
Los membrillos, las mermeladas, las cremas, los turrones, los alfajores… todos los productos son de elaboración artesanal y se realizan sin añadidos artificiales (diría que son ecológicos) y si hay alguna cosa novedosa es alguna mermelada (como la de kiwi o la de tomate). Celosas de su intimidad, parece que las monjas viven ajenas al mundo incluso al que entra dentro de sus muros. Gran parte de lo que hacen estas pequeñas productoras se puede solicitar a través de Internet; pero hay cosas que sólo se pueden probar acercándose al monasterio: magdalenas, tocinos de cielo y turrones… Delicias que nos llegan desde el pasado.
Aquí os dejamos la receta base, secreto de su éxito:
Ingredientes:
4 tazas de Amor
2 tazas de Lealtad
3 tazas de Olvido de sí
2 tazas de Amistad
3 cucharadas de Esperanza
2 cucharadas de Ternura
4 partes de fe
1 barril de Risa
Tomando el Amor y la Lealtad mezclarlo a fondo con la Fe. Agregar: Ternura, Bondad y Comprensión. Aderezar con Amistad y Esperanza. Condimentar abundantemente con Alegría. Hornear con rayos de sol.
A esto le añaden las mejores materias primas y, nada más.
Al preparar este artículo se nos ha hecho la boca agua con:

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